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X. Hijos de Dios

Tue, 13 Jan 2009 21:14:00
 

Carta a David, rey de Israel y padre de Abasalón

Estimado rey David:

La familia es un gran don de Dios a los hombres, por eso cuando ha querido manifestar cómo es su relación con nosotros ha acudido a la relación paterno-filial. Sobre esta relación podía haber escogido otros textos en la Escritura pero siempre me ha resultado muy aleccionadora tu actitud respecto a Absalón. Fue un mal hijo que se rebeló contra ti, sin embargo tu amor de padre hizo que su muerte en el combate fuera para ti un enorme motivo de tristeza. Así narra la Escritura aquel suceso:

Llegó el kusita y dijo: «Recibe, oh rey mi señor, la buena noticia, pues hoy te ha liberado Yahveh de la mano de todos lo que se alzaban contra ti.». Dijo el rey al kusita: «Está bien el joven Absalón?» Respondió el kusita: «Que les suceda como a ese joven a todos los enemigos de mi señor el rey y a todos los que se levantan contra ti para hacerte mal».

Entonces el rey se estremeció. Subió a la estancia que había encima de la puerta y rompió a llorar. Decía entresollozos: «¡Hijo mío, Absalón; hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!»Avisaron a Joab: «Mira que el rey está llorando y lamentándose por Absalón».

La victoria se trocó en duelo aquel día para todo el pueblo, porque aquel día supo el pueblo que el rey estaba desolado por su hijo. Y aquel día fue entrando el ejército a escondidas en la ciudad, como cuando va a escondidas un ejército que huye avergonzado de la batalla. El rey, tapado el rostro, decía con grandes gemidos: «¡Hijo mío, Absalón; Absalón, hijo mío, hijo mío!».

Nosotros, somos hijos de Dios. Esta es nuestra mayor gloria y confianza. Pase lo que pase, suceda lo que suceda, nadie nos puede arrebatar este maravilloso vínculo con Dios.La filiación divina no debe ser entendida como una simple actitud benevolente de Dios que nos trata "como si fuera Padre", sino una paternidad real.

Ciertamente no es padre como lo son los padres de la tierra que transmiten a sus hijos su misma naturaleza: un hombre engendra «otro» hombre. Tampoco es Padre nuestro como lo es del Verbo al que engendra por naturaleza, lo que le llevaa Jesús a distinguir, pues no dice voy a nuestro Padre, sino: "Voy a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios". De este modo distingue su filiación originaria de la nuestra, que es recibida de Jesús.

Decimos que somos hijos adoptivos, pero esto debe ser matizado, pues un hijo adoptivo no recibe de su padre su ser, mientras que nosotros recibimos de Dios una participación en su naturaleza divina. Se trata de una profunda transformación interior a la que nos podemos acercar recurriendo a la analogía. Así como si el hierro se mete en el fuego, aunque sigan existiendo el hierro y el fuego, el hierro ha cambiado sus propiedades, está brillante, es moldeable, quema, etc. Así el hombre hecho hijo de Dios tiene a Dios en su alma y a la transformación que experimenta le llamamos "estar en gracia".Esto es lo que pide el sacerdote en la Santa Misa al mezclar el agua con el vino: "participar de la divinidad de aquel que se dignó participar de nuestra humanidad".

A un fariseo —Nicodemo— que se acercó un día a Jesús con deseos de aprender le habló del nuevo nacimiento en Dios. Así lo cuenta San Juan:

Había entre los fariseos un hombre, llamado Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo: Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él. Contestó Jesús y le dijo: En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios. Nicodemo le respondió: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Jesús contestó: En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Io. 3, 1-5).

A esta nueva vida se llega por la fe y por el sacramento en el que se expresa esa fe, el Bautismo. El Bautismo de Jesús es muy elocuente. San Marcos lo narra así:

Y sucedió que en aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y nada más salir del agua vio los Cielos abiertos y al Espíritu que, en forma de paloma, descendía sobre él; y sobrevino una voz desde los Cielos: Tú eres el Hijo mío, el Amado, en ti me he complacido.(Mc 1, 9-11).

Acude Jesús como un pecador más a recibir el bautismo de Juan y el Cielo protesta. Leemos en el texto citado que "vio los Cielos abiertos". Con la palabra Cielo no se refiere al cielo natural, no hay que entender las palabras citadas como un abrirse, por ejemplo, las nubes. Por abrirse los Cielos hay que entender que la vida divina se manifiesta a los hombres. El Padre envía al Espíritu Santo —su amor— que reposa en el Hijo, al mismo tiempo declara "Tú eres el Hijo mío, el Amado, en ti me he complacido". Se tratade una verdadera teofanía de las tres personas divinas en la que la condición divina de Jesús queda patente.

El bautismo del Señor no solamente nos habla de Dios, sino también de nosotros. El bautismo cristiano opera de un modo semejante en nosotros, pues nos incorpora a Cristo haciéndonos cristianos, condición que no se pierde nunca, por eso se dice que este sacramento imprime una señal indeleble que se llama «carácter». Incorporados a Cristo el Padre nos envía al Espíritu Santo y declara del bautizado: "Tu eres mi Hijo, el Amado en ti me he complacido". El alma bautizada queda constituida en la gracia, pero así como el carácter como he dicho no se puede perder, la gracia en cambio, sí. El bautizado que peca gravemente es un cristiano que ha pedido al Espíritu Santo y se ha marchado de la casa de un Padre, que siempre le espera.

San Josémaría tuvo como punto central, como piedra angular, de su espiritualidad, la filiación divina a causa de dos vivencias muy intensas de la filiación divina el año 1931. Dios quiso que comprendiera que la sustancia de la espiritualidad que tenía que enseñar a quienes le siguieran tenía que ser la conciencia vital de ser hijo de Dios. Quien se siente hijo quiere agradar a su Padre, no quiere ofenderle, trabajar para él.

En momentos humanamente difíciles —escribió—,(...) sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! «Estaba yo en la calle», en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración.

Estuve considerando—contaba en sus Apuntes íntimos– las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre! ¡Padre! Y—si no gritando— por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle.

Pocos días más tarde tuvo una experiencia similar:

Días más tarde, el 17 de octubre de 1931, este sentimiento se reavivó en un rato de oración en el que se entretejieron la sequedad y la fe viva: Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha compré un periódico (...) y tomé el tranvía. A estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa..

Esa honda conciencia de la filiación divina se le grabó desde aquel instante en lo más hondo del alma: comprendió claramente que era el fundamento de aquel espíritu de santificación y apostolado que Dios le llamaba a difundir.(Perfil biográfico, pp. 33-34).

Muchas cosas más se pueden decir sobre este tema, pero hay que terminar y, por otra parte tampoco se trata de agotarlo. Así que voy a terminar señalando algunas consecuencias de esta doctrina: El Señor nos enseñó a vivir el santo abandono al hablarnos de las aves del cielo y de los lirios del campo, a conocer las entrañas de misericordia del Padre cuando contó la parábola del hijo pródigo, a ver detrás de todas las cosas la mano providente de Dios.

¿Y las cruces? Ciertamente en esta vida las hay. Pero tienen su sentido, su razón de ser. Unas veces las entenderemos, otras no. El Señor puede enviar la cruz para purificar de una mala vida pasada, pero también puede enviarlas para concedernos algo que pedimos con intensidad. Pero el motivo principal por el que Dios envía la cruz es para que nos identifiquemos con Cristo. Entonces. Cuando aceptamos la cruz, somos en verdad otros cristos y, por lo tanto, más que nunca hijos de Dios. Toda la vida del cristiano debe ser un esfuerzo por parecerse al Señor porque así el amor de Dios por él aumenta y la presencia del Espíritu Santo en el alma se hace más intensa.

Al final al hijo le espera la herencia. A ella se refiere el Apóstol Juan en su Primera epístola cuando dice:

Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a El. Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (I Jn 3,1-2).

Ánimo, "Le veremos tal cual es".

Terminada esta carta debería escribir otra, pero no lo voy a hacer. Queda por tratar la visión beatífica del Cielo, pero conformémonos con lo que dice San Pablo: "que ni ojo vio, ni oído oyó lo que Dios tiene reservado para los que le aman".







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