CAMINEO.INFO.- La sentencia de la Corte Europea de Derechos Humanos contra los crucifijos en las aulas escolares ha suscitado un intenso debate internacional, cuyo eco ha llegado también a nuestro país.
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». La misma pregunta que hizo Jesús a sus discípulos llega hasta nosotros hoy y nos desafía.
Ese Cristo colgado en la cruz no es una reliquia objeto de piedad popular que sirva, como mucho, para un devoto recuerdo. Tampoco es un símbolo genérico de nuestra tradición cultural y social.
Jesucristo es un hombre vivo, que ha introducido un juicio nuevo en el mundo, una experiencia nueva de relación con todo: con el estudio y el trabajo, con los afectos y los deseos, con la vida y la muerte. Una experiencia de plena realización humana.
Se pueden retirar los crucifijos, pero no se puede eliminar a un hombre vivo. A no ser que lo maten, como de hecho pasó entonces. Y aun así, ¡ese hombre está más vivo ahora que antes!
Los que quieren quitar el crucifijo se engañan si creen que así conseguirán borrar del “espacio público” la experiencia cristiana y el juicio que aporta. Si tienen poder para retirar los crucifijos –cosa que está por ver y esperemos que no suceda–, no lo tienen para apartar del mundo a los cristianos que viven su fe.
Ahora bien, hay un inconveniente: que nosotros, los cristianos, dejemos de serlo y olvidemos qué es el cristianismo. En ese caso, defender el crucifijo sería una batalla perdida, porque aquel hombre habría dejado de tener sentido para la vida.
La sentencia europea supone todo un reto para nuestra fe. Después de haber manifestado nuestra indignación y haber protestado contra la sentencia, no podemos volver a la rutina diaria evitando la cuestión fundamental: ¿dónde se da hoy el acontecimiento de Cristo? O en palabras de Dostoievski: «Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, creer verdaderamente en la divinidad de Jesucristo, el hijo de Dios?».