Entraron
con albas, como en tantas celebraciones anteriores, y salieron vestidos
de celeste, como los sacerdotes, aunque todavía no lo sean. Las
campanas de la Mezquita-Catedral de Córdoba repicaban de gozo por doble motivo: por la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen, una de las más queridas en el calendario católico, y también por ver cómo ocho seminaristas recibían la ordenación como diáconos.
Lo hicieron de manos del obispo, Demetrio Fernández,
en un ceremonial lleno de símbolos en que tomaron la estola cruzada que
simboliza la nueva condición que tendrán hasta que se ordenen
sacerdotes, lo que será dentro de poco.
«Estamos muy contentos de ofrecer al Señor nuestra misión y ya disponibles para lo que nuestro obispo nos encomiende», contaba Bernard Giancarlie Huamán Báez,
que llega de Cuzco, en Perú. Ha pasado ocho años en el seminario y
tiene 31 de edad. «Allí, en Cuzco, está mi familia y mi comunidad
celebrándolo, y también aquí mi comunidad del Camino Neocatecumenal, porque es un gozo para nosotros», explicaba pocos minutos después, en la sacristía del primer templo diocesano.
Su
seminario es misionero y la suerte, literalmente, lo trajo a Córdoba,
ya que fue en un sorteo cuando se determinó que en la ciudad completaría
su formación para ordenarse sacerdote, lo que espera que será al cabo de unos seis meses, en junio.
El
obispo había advertido en sus palabras que el camino no siempre era
fácil y los nuevos diáconos son los primeros que lo saben: «Es un camino
en que el Señor nos va llevando y nos forma, tanto humanamente como espiritualmente, y todas estas realidades pueden suponer un sufrimiento, pero nunca nos han dejado llevarlo solos. Nuestros hermanos y los sacerdotes han estado siempre a nuestro lado, para servirnos», cuenta.
Mientras se prodigan abrazos de sacerdotes y de compañeros seminaristas, Miguel Ramírez González, de Palenciana, atendía mientras caminaba poco antes de buscar a sus compañeros para algunas fotografías que guarden el recuerdo del día.
«Lo vivo con muchísima alegría y con muchas gracias a Dios, por todo el amor que me ha dado. Y también con ganas de perder mi vida por la Iglesia»,
relata. Tiene 24 años y ha pasado la mitad de su vida en el camino,
porque entró a los doce en el seminario menor. Han sido «unos años
preciosos» en que ha recibido mucho, dice, mientras espera el momento de
«ser sacerdote y curar a tantas almas y servir a tantas almas» que le pueden esperar.
Como ellos estaban Pablo Fernández Grande (cuya familia es misionera y está en Japón) y Fernando Suárez Tapiador, de Córdoba; José Antonio Valls, de Málaga; Isaac Antonio González Ropero, de Priego; Guillermo Padilla, de Fuente Tójar, y Narcisse Kouame, de Costa de Marfil.
El
obispo tuvo en su homilía palabras de afecto para todos ellos y habló
sobre su futuro: «Al sacerdote se le pide que entregue la vida entera,
por eso debe estar consagrado a Jesucristo y a su Iglesia». Por eso les
invitó a ser «un corazón que arde de amor y se consume», y les recordó
que tendrán momentos «de cruz y soledad, como también los tuvo el
Señor».