La próxima semana tenemos dos celebraciones importantes en el ciclo
anual de la liturgia y que están fuertemente arraigadas en el Pueblo
cristiano: la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los
fieles difuntos. Entre nosotros existe la costumbre de visitar las
sepulturas en las que se conservan los cuerpos de nuestros familiares y
amigos difuntos, a quienes estos días recordamos de una manera especial.
Son
dos celebraciones que nos invitan, en primer lugar, a reflexionar sobre
la meta última a la que Dios nos llama a todos, que no es otra que la
Vida eterna. Por ello nos alegramos por la multitud de hermanos nuestros
que han llegado a este destino de felicidad, con el deseo de que
nuestros seres queridos que ya han vivido el trance de la muerte se
encuentren también entre ellos. Esto nos mueve a orientar nuestra vida
de modo que toda ella llegue a ser camino que nos conduzca a la Patria
celeste. La mirada de los bienes eternos nos debe llevar a valorar
correctamente las cosas de este mundo y a usar de ellas, no como
realidades a las que damos un valor absoluto, sino como medios que Dios
va poniendo en nuestras vidas para llevarnos a Él.
El recuerdo de
nuestros hermanos difuntos no es para acrecentar el dolor de la
separación, sino para despertar en nuestro corazón agradecimiento,
porque han sido para nosotros un regalo de Dios: en su amor y entrega
por nosotros, en el testimonio de fe que nos han dado y en los valores y
actitudes que nos han transmitido, hemos conocido el amor del Padre y
hemos crecido como personas y como cristianos. Que sepamos dar gracias a
Dios porque, a través de nuestros seres queridos, hemos conocido su
amor y hemos creído en él.
No podemos recordar a los fieles
difuntos sin confesar, al mismo tiempo, nuestra fe en Cristo resucitado.
El Domingo de Pascua las santas mujeres fueron al sepulcro tristes,
porque pensaban que el Señor estaba muerto. Iban a visitar un cadáver y
escucharon el anuncio de que Aquel a quien buscaban no estaba muerto,
sino que había resucitado: su dolor se transformó en alegría, porque
descubrieron que la última palabra sobre Cristo no la había tenido la
muerte, sino Dios, que es Dios de vivos y no de muertos. La Pascua fue
para ellas una experiencia de gracia y, por ello, un acontecimiento
liberador. Que el mensaje de la Pascua sea la clave para vivir
cristianamente estos días.
San Pablo nos recuerda que todos
nosotros hemos sido salvados en esperanza. La esperanza cristiana no
consiste en aguardar con resignación lo que es inevitable, sino en
desear lo que Dios nos ha prometido. Lo que deseamos para nuestros
hermanos lo esperamos también para nosotros. La muerte implica una
separación de los seres queridos, que vivimos con dolor los que
permanecemos en este mundo. En cambio, quienes han llegado a la Patria
definitiva no se separan de nosotros, porque quien está en Dios no deja
de amarnos. Esta misteriosa unión (comunión de los santos) nos lleva a
vivir con la esperanza de que el momento de la muerte no supondrá
únicamente el encuentro con Dios, sino que será también el momento del
reencuentro gozoso con nuestros hermanos difuntos.