Los pastores encontraron «a María, a José y al niño recién nacido acostado en el pesebre» (Lc 2,16).
El pesebre es signo gozoso para los pastores, es la confirmación de
cuanto habían escuchado del ángel (cf. v. 12), es el lugar donde
encuentran al Salvador. Y es también la prueba de que Dios está junto a
ellos; nace en un pesebre, un objeto muy conocido para ellos,
mostrándose así cercano y familiar. Pero el pesebre es un signo gozoso
también para nosotros. Naciendo pequeño y pobre, Jesús nos toca el
corazón, nos infunde amor en vez de temor. El pesebre nos anticipa que
se hará comida por nosotros. Y su pobreza es una hermosa noticia para
todos, especialmente para los marginados, para los rechazados, para
quienes no cuentan para el mundo. Dios llega allí sin ninguna vía
preferencial, sin siquiera una cuna. Aquí está la belleza de verlo
recostado en un pesebre.
Pero para María, la Santa Madre de Dios, no fue así. Ella tuvo que
pasar por “el escándalo del pesebre”. Mucho antes que los pastores,
también ella había recibido el anuncio de un ángel, que le había dicho
palabras solemnes, hablándole del trono de David: «Concebirás y darás a
luz un hijo, al que le pondrás el nombre de “Jesús”. Este será grande,
será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre» (Lc 1,31-32). Y ahora lo debe colocar en un
pesebre para animales. ¿Cómo unir el trono de un rey y el pobre pesebre?
¿Cómo se concilia la gloria del Altísimo y la miseria de un establo?
Pensemos en el sufrimiento de la Madre de Dios. ¿Qué hay de más cruel
para una madre que ver a su propio hijo sufrir la miseria? Es
desconsolador. No se podría reprochar a María si se hubiera quejado por
toda esa inesperada desolación. Pero no se desanimó. No se desahogó,
sino que permaneció en silencio. Eligió algo distinto de la queja:
«María, por su parte, conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19).
Es un modo de actuar diferente al de los pastores y al de la gente.
Ellos contaron a todos lo que habían visto: el ángel que se apareció en
medio de la noche, lo que dijo del Niño. Y la gente, al oír estas cosas,
quedó asombrada (cf. v. 18): son palabras y admiración. María, en
cambio, se muestra pensativa. Conserva y medita en el corazón. Son dos
actitudes distintas que podemos encontrar también en nosotros. El relato
y el asombro de los pastores recuerdan la condición de los inicios en
la fe. Allí todo es fácil y sencillo, nos alegramos con la novedad de
Dios que entra en la vida, que lleva a todos los ámbitos un clima de
asombro. Mientras la actitud meditativa de María es la expresión de una
fe madura, adulta, no de los comienzos. No de una fe que acaba de
nacer, sino de una fe que se ha convertido en generadora. Porque
la fecundidad espiritual pasa a través de la prueba. De la tranquilidad
de Nazaret, y las triunfales promesas que le hizo el ángel —su inicio—,
ahora María se encuentra en el oscuro establo de Belén. Pero es desde
allí donde ella entrega a Dios al mundo. Y mientras otros, frente al
escándalo del pesebre, se hubieran dejado llevar por el desánimo, ella
no, ella conserva meditando.
Aprendamos de la Madre de Dios esta actitud: conservar meditando.
Porque hay ocasiones en que también nosotros tenemos que sobrellevar
algunos “escándalos del pesebre”. Tenemos la esperanza de que todo va a
salir bien, pero de repente cae, como un rayo de la nada, un problema
inesperado. Y se crea un conflicto doloroso entre las expectativas y la
realidad. Pasa también con la fe, cuando la alegría del Evangelio es
puesta a prueba por una situación difícil que nos toca atravesar. Pero
hoy la Madre de Dios nos enseña a sacar provecho de este choque. Nos
descubre que es necesario, que es el camino angosto para llegar a la
meta, la cruz sin la cual no se resucita. Es como un parto doloroso, que
da vida a una fe más madura.
Me pregunto, hermanos y hermanas, ¿cómo realizar este paso?, ¿cómo
superar el choque entre lo ideal y lo real? Actuando, precisamente, como
María: conservando y meditando. María, en primer lugar,
conserva, es decir, no desperdiga. No rechaza lo que ocurre. Conserva en
el corazón cada cosa, todo lo que ha visto y oído. Las cosas hermosas,
como lo que le había dicho el ángel y lo que le habían contado los
pastores. Pero también las cosas difíciles de aceptar, como el peligro
que corrió por quedar embarazada antes del matrimonio y, ahora, la
angustia desoladora del establo donde tuvo que dar a luz. Esto es lo que
hace María: no selecciona, sino que conserva. Acoge la realidad como
llega, no trata de camuflar, de maquillar la vida, conserva en el
corazón.
Le sigue una segunda actitud. ¿Cómo conserva María? Conserva meditando.
El verbo empleado por el Evangelio evoca el entramado de las cosas.
María compara experiencias distintas, encontrando los hilos escondidos
que las unen. En su corazón, en su oración, realiza este proceso
extraordinario, une las cosas hermosas con las feas; no las tiene
separadas, sino que las une. Y por esto María es la Madre de la
catolicidad. Podemos, forzando el lenguaje, decir que por esto María es
católica, porque une, no separa. Y así capta el sentido pleno, la
perspectiva de Dios. En su corazón de madre comprende que la gloria del
Altísimo pasa por la humildad; ella acepta el plan de salvación, por el
cual Dios debía ser recostado en un pesebre. Contempla al Niño divino,
frágil y tiritando, y acoge el maravilloso entramado divino entre
grandeza y pequeñez. De ese modo conserva María, meditando.
Esta mirada inclusiva, que supera las tensiones conservando y
meditando en el corazón, es la mirada de las madres, que en las
tensiones no dividen, ellas las conservan y así crece la vida. Es la
mirada con la que muchas madres abrazan las situaciones de los hijos. Es
una mirada concreta, que no se desanima, que no se paraliza ante los
problemas, sino que los coloca en un horizonte más amplio. Y María va de
ese modo, hasta el calvario, meditando y conservando, conserva y
medita. Vienen a la mente los rostros de las madres que asisten al hijo
enfermo o en dificultad. Cuánto amor hay en sus ojos, que, mientras
lloran, saben comunicar motivos para seguir esperando. Su mirada es una
mirada consciente, que no se hace ilusiones y, sin embargo, más allá del
sufrimiento y de los problemas, ofrece una perspectiva más amplia, la
del cuidado, la del amor que renueva la esperanza. Esto hacen las
madres. Saben superar obstáculos y conflictos, saben infundir paz. Así
logran transformar las adversidades en oportunidades para renacer y en
oportunidades para crecer. Lo hacen porque saben conservar. Las madres
saben conservar, saben mantener unidos los hilos de la vida, todos.
Necesitamos personas que sean capaces de tejer hilos de comunión, que
contrarresten los alambres espinados de las divisiones, que son
demasiados. Y esto las madres lo saben hacer.
El nuevo año inicia bajo el signo de la Santa Madre de Dios, en el
signo de la Madre. La mirada materna es el camino para renacer y crecer.
Las madres, las mujeres, no miran el mundo para explotarlo, sino para
que tenga vida. Mirando con el corazón, logran mantener unidos los
sueños y lo concreto, evitando las desviaciones del pragmatismo aséptico
y de la abstracción. Y la Iglesia es madre, es madre de este modo, la
Iglesia es mujer, es mujer de este modo. Por eso no podemos encontrar el
lugar de la mujer en la Iglesia sin verla reflejada en este corazón de
mujer-madre. Este es el puesto de la mujer en la Iglesia, el gran lugar,
del que derivan otros más concretos, más secundarios. Pero la Iglesia
es madre, la Iglesia es mujer. Y mientras las madres dan la vida y las
mujeres conservan el mundo, trabajemos todos para promover a las madres y
proteger a las mujeres. Cuánta violencia hay contra las mujeres. Basta.
Herir a una mujer es ultrajar a Dios, que tomó la humanidad de una
mujer, no de un ángel, no directamente, sino de una mujer. Y como de una
mujer, de la Iglesia mujer, toma la humanidad de los hijos.
Al inicio del nuevo año pongámonos bajo la protección de esta mujer,
la Santa Madre de Dios que es nuestra madre. Que nos ayude a conservar y
a meditar todas las cosas, sin tener miedo a las pruebas, con la alegre
certeza de que el Señor es fiel y sabe transformar las cruces en
resurrecciones. También hoy invoquémosla como lo hizo el Pueblo de Dios
en Éfeso. Nos ponemos todos en pie, mirando a Nuestra Señora, y como
hizo el pueblo de Dios en Éfeso, repetimos tres veces su título de Madre
de Dios. Todos juntos: “Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa
Madre de Dios”. Amén.
Francisco