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Homilia del dia de NavidadMon, 25 Dec 2023 13:32:00
Papa Francisco
CAMINEO.INFO.- «Un censo en todo el mundo» (Lc 2,1). Este es el contexto en el
que nació Jesús y en el que se detiene el Evangelio. Podría haberlo
mencionado rápidamente, en cambio habla de ello con precisión. Y así
pone de manifiesto un gran contraste: mientras el emperador contabiliza
los habitantes del mundo, Dios entra en él casi a escondidas; mientras
el que manda intenta convertirse en uno de los grandes de la historia,
el Rey de la historia elige el camino de la pequeñez. Ninguno de los
poderosos se percata de Él, sólo algunos pastores, relegados a los
márgenes de la vida social. Pero el censo revela aún más. En la Biblia no dejaba un buen
recuerdo. El rey David, cediendo a la tentación de los grandes números y
a una malsana pretensión de autosuficiencia, había cometido un pecado
grave, haciendo precisamente el censo del pueblo. Quería conocer su
fuerza y al cabo de un poco más de nueve meses obtuvo el número de los
que eran aptos para empuñar la espada (cf. 2 Sam 24,1-9). El
Señor, indignado, asoló al pueblo con una desgracia. En esta noche, en
cambio, después de nueve meses en el vientre de María nace Jesús, el
“Hijo de David”, en Belén, la ciudad de David, y no castiga por el
censo, sino que se deja contabilizar humildemente. No vemos un dios
iracundo que castiga, sino al Dios misericordioso que se encarna, que
entra débil en el mundo, precedido del anuncio: «en la tierra, paz a los
hombres» (Lc 2,14). Y nuestro corazón esta noche está en
Belén, donde el Príncipe de la Paz sigue siendo rechazado por la lógica
perdedora de la guerra, con el rugir de las armas que también hoy le
impiden encontrar una posada en el mundo (cf. Lc 2,7).
El censo de toda la tierra,
en definitiva, manifiesta, por una parte, la trama demasiado humana que
atraviesa la historia: la de un mundo que busca el poder y la fuerza,
la fama y la gloria, donde todo se mide con los éxitos y los resultados,
con las cifras y los números. Es la obsesión del beneficio.
Pero, al mismo tiempo, en el censo se destaca el camino de Jesús, que viene a buscarnos a través de la encarnación.
No es el dios del beneficio, sino el Dios de la encarnación. No combate
las injusticias desde lo alto con la fuerza, sino desde abajo con el
amor; no irrumpe con un poder sin límites, sino que desciende a nuestros
límites; no evita nuestras fragilidades, sino que las asume.
Hermanos y hermanas, esta noche
podemos preguntarnos: nosotros, ¿en qué Dios creemos? ¿En el Dios de la
encarnación o en el del beneficio? Sí, porque existe el riesgo de vivir
la Navidad con una idea pagana de Dios, como si fuera un amo poderoso
que está en el cielo; un dios que se alía con el poder, con el éxito
mundano y con la idolatría del consumismo. Vuelve siempre la imagen
falsa de un dios distante e irritable, que se porta bien con los buenos y
se enoja con los malos; de un dios hecho a nuestra imagen, útil
solamente para resolvernos los problemas y para quitarnos los males. Él,
en cambio, no usa la varita mágica, no es el dios comercial del “todo y
ahora mismo”; no nos salva pulsando un botón, sino que se acerca para
cambiar la realidad desde dentro. Y, sin embargo, ¡qué arraigada está en
nosotros la idea mundana de un dios alejado y controlador, rígido y
poderoso, que ayuda a los suyos a imponerse sobre los demás! Pero no es
así, Él ha nacido para todos, durante el censo de toda la tierra.
Miremos, por tanto, al «Dios vivo y verdadero» (1 Ts 1,9);
a Él, que está más allá de todo cálculo humano y, sin embargo, se deja
censar por nuestros cómputos; a Él, que revoluciona la historia
habitándola; a Él, que nos respeta hasta el punto de permitirnos
rechazarlo; a Él, que borra el pecado cargándolo sobre sí, que no quita
el dolor, sino que lo transforma; que no elimina los problemas de
nuestra vida, sino que da a nuestras vidas una esperanza más grande que
los problemas. Desea tanto abrazar nuestra existencia que, siendo
infinito, por nosotros se hace finito; siendo grande, se hace pequeño;
siendo justo, vive nuestras injusticias. Este es el asombro de la
Navidad: no una mezcla de afectos melosos y de consuelos mundanos, sino
la inaudita ternura de Dios que salva el mundo encarnándose. Miremos al
Niño, miremos su cuna, contemplemos el pesebre, que los ángeles llaman
la «señal» (Lc 2,12). Es, en efecto, el signo que revela el
rostro de Dios, que es compasión y misericordia, omnipotente siempre y
sólo en el amor.
Hermanas, hermanos, asombrémonos porque «se hizo carne» (Jn 1,14).
Carne: palabra que evoca nuestra fragilidad y que el Evangelio utiliza
para decirnos que Dios ha entrado plenamente en nuestra condición
humana. ¿Por qué llegó a tanto? Porque le interesa todo de nosotros,
porque nos ama hasta el punto de considerarnos más valiosos que
cualquier otra cosa. Hermano, hermana, para Dios, que ha cambiado la
historia durante el censo, tú no eres un número, sino un rostro; tu
nombre está escrito en su corazón. Pero tú, mirando a tu corazón, a tu
rendimiento que no es suficiente, al mundo que juzga y no perdona,
quizás vivas mal esta Navidad, pensando que no estás a la altura,
albergando un sentimiento de fracaso y de insatisfacción por tus
fragilidades, por tus caídas y tus problemas. Pero hoy, por favor, deja
la iniciativa a Jesús, que te dice: “Por ti me hice carne, por ti me
hice como tú”. ¿Por qué permaneces en la prisión de tus tristezas? Como
los pastores, que dejaron sus rebaños, deja el recinto de tus
melancolías y abraza la ternura del Dios Niño. Sin máscaras y sin
corazas encomiéndale a Él tus afanes y Él te sostendrá (cf. Sal 55,23).
Él, que se hizo carne, no espera de ti tus resultados exitosos, sino tu
corazón abierto y confiado. Y tú en Él redescubrirás quién eres: un
hijo amado de Dios, una hija amada de Dios. Ahora puedes creerlo, porque
esta noche el Señor vino a la luz para iluminar tu vida y sus ojos
brillan de amor por ti.
Sí, Cristo no mira los números, sino los rostros. Pero, entre las
tantas cosas y las locas carreras de un mundo siempre ocupado e
indiferente, ¿quién lo mira a Él? En Belén, mientras mucha gente,
llevada por la euforia del censo, iba y venía, llenaba los albergues y
las posadas hablando de todo un poco, sólo algunos estuvieron cerca de
Jesús: María y José, los pastores, y luego los magos. Aprendamos de
ellos. Permanecen con la mirada fija en Jesús, con el corazón dirigido
hacia Él. No hablan, sino adoran.
La adoración es el camino para
acoger la encarnación. Porque es en el silencio que Jesús, Palabra del
Padre, se hace carne en nuestras vidas. Comportémonos también nosotros
como en Belén, que significa “casa del pan”. Estemos ante Él, Pan de
vida. Redescubramos la adoración, porque adorar no es perder el tiempo,
sino permitirle a Dios que habite en nuestro tiempo. Es hacer que
florezca en nosotros la semilla de la encarnación, es colaborar con la
obra del Señor, que como fermento cambia el mundo. Es interceder,
reparar, permitirle a Dios que enderece la historia. Un gran narrador de
aventuras épicas escribió a su hijo: «Pongo delante de ti lo que hay en
la tierra digno de ser amado: el Bendito Sacramento. En él hallarás el
romance, la gloria, el honor, la fidelidad y el verdadero camino a todo
lo que ames en la tierra» (J.R.R. TOLKIEN, Carta 43, marzo 1941).
Esta noche el amor cambia la
historia. Haz que creamos, oh Señor, en el poder de tu amor, tan
distinto del poder del mundo. Haz que, como María, José, los pastores y
los magos, nos reunamos en torno a Ti para adorarte. Haciéndonos Tú más
semejantes a Ti, podremos testimoniar al mundo la belleza de tu rostro.
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