1.- Canto, vídeo, “Tu mi alfarero”. Somos barro en las manos de Dios, El nos modela. Es necesario dejarnos modelar. El agua que nos hace maleables, dóciles, es la oración.
2. Nos ponemos
en la presencia de Dios. Él nos mira, nos escucha, desea establecer un diálogo, está pendiente de
nosotros porque nos ama. En un segundo momento, nos hacemos presente su deseo
intensísimo de unirse a nosotros.
3.
Reflexión-plegaria: Seguimos
hoy la lectura de unos textos que os gustarán mucho, y os harán mucho bien. Son
unos textos muy espirituales y muy cercanos de una gran santa, Teresa de
Lisieux. Espero que la lectura llegue a ser un rato de oración. Un rato de
dialogar con Jesús a partir de los textos. A mí esta santa me ha hecho mucho
bien.
4. “Selección
de textos de Santa Teresa de Lisieux”. EL papa Sant Juan Pablo II, cuando la
declararó Doctora de la Iglesia, dijo que
esta santa estaba llamada a tener un papel central en la espiritualidad
de la Iglesia. Propone un camino para ser santos, al alcance de todo el mundo.
5. Recemos un misterio Luminoso: “El anuncio del Reino de Dios y la llamada a la conversión”. Pidamos el don de ser dóciles al alfarero que quiere hacer en nosotros una obra de arte: nos hace falta conversión y
humildad.
6. Padrenuestro final. Desde nuestra pequeñez, confiando en la generosidad de nuestro Padre, recemos ...
Santa Teresa de Lisieux
Yo no sé qué interés pueda usted
encontrar en leer todos estos pensamientos confusos y mal expresados. De todas
maneras, Madre, no escribo para hacer una obra literaria, sino por obediencia.
Si la aburro, verá al menos que su hija ha dado pruebas de su buena voluntad.
Voy, pues, a continuar con mi comparación, sin desanimarme, desde el
punto en que la dejé.
Decía que desde niña crecí con la
convicción de que un día me iría lejos de aquel país triste y tenebroso. No
sólo creía por lo que oía decir a personas más sabias que yo, sino porque en el
fondo de mi corazón yo misma sentía profundas aspiraciones hacia una región más
bella. Lo mismo que a Cristóbal Colón su genio le hizo intuir que existía un
nuevo mundo, cuando nadie había soñado aún con él, así yo sentía que un día
otra tierra me habría de servir de morada permanente.
Pero de pronto, las nieblas que me rodean
se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte, que me
es imposible descubrir en ella la imagen tan dulce de mi patria. ¡Todo ha
desaparecido...! Cuando quiero que mi corazón, cansado por las tinieblas que lo
rodean, descanse con el recuerdo del país luminoso por el que suspira, se
redoblan mis tormentos. Me parece que las tinieblas, adoptando la voz de los
pecadores, me dicen burlándose de mí: «Sueñas con la luz, con una patria aromada
con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador
de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te
rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú
esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada».
Madre querida, la imagen que he
querido darle de las tinieblas que oscurecen mi alma es tan imperfecta como un
boceto comparado con el modelo. Sin embargo, no quiero escribir más, por temor
a blasfemar... Hasta tengo miedo de haber dicho demasiado...
Que Jesús me perdone si le he disgustado.
Pero él sabe muy bien que, aunque yo no goce de la alegría de la fe, al menos trato
de realizar sus obras. Creo que he hecho más actos de fe de un año a esta parte
que durante toda mi vida. Cada vez que se presenta el combate, cuando los
enemigos vienen a provocarme, me porto valientemente: sabiendo que batirse en
duelo es una cobardía, vuelvo la espalda a mis adversarios sin dignarme
siquiera mirarlos
a la cara, corro hacia mi Jesús y le digo
que estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi sangre por confesar
que existe un cielo; le digo que me alegro de no gozar de ese hermoso cielo
aquí en la tierra para que él lo abra a los pobres incrédulos por toda la
eternidad.
Así, a pesar de esta prueba que me roba todo
goce, aún puedo exclamar: «Tus acciones, Señor, son mi alegría» (Sal
XCI). Porque ¿existe alegría mayor que la de sufrir por tu amor...?
Cuanto más íntimo es el sufrimiento, tanto menos aparece a los ojos de las
criaturas y más te alegra a ti, Dios mío. Pero si, por un imposible, ni tú
mismo llegases a conocer mi sufrimiento, yo aún me sentiría feliz de padecerlo
si con él pudiese impedir o reparar un solo pecado contra la fe...
Madre querida, quizás le parezca
que estoy exagerando mi prueba. En efecto, si usted juzga por los sentimientos
que expreso en las humildes poesías que he compuesto durante este año, debo de
parecerle un alma llena de consuelos, para quien casi se ha rasgado ya el velo
de la fe. Y sin embargo, no es ya un velo para mí, es un muro que se alza hasta
los cielos y que cubre el firmamento estrellado...
Cuando canto la felicidad del cielo y la
eterna posesión de Dios, no experimento la menor alegría, pues canto simplemente
lo que quiero creer. Es cierto que, a veces, un rayo pequeñito de sol
viene a iluminar mis tinieblas, y entonces la prueba cesa un instante.
Pero luego, el recuerdo de ese rayo, en vez de causarme alegría, hace todavía
más densas mis tinieblas.
Nunca, Madre, he experimentado tan bien
como ahora cuán compasivo y misericordioso es el Señor: él no me ha enviado
esta prueba hasta el momento en que tenía fuerzas para soportarla; antes, creo
que me hubiese hundido en el desánimo... Ahora hace que desaparezca todo lo que
pudiera haber de satisfacción natural en el deseo que yo tenía del cielo...
Madre querida, ahora me parece que nada me impide ya volar, pues no tengo ya
grandes deseos, a no ser el de amar hasta morir de amor... (9 de junio).
La caridad
Este año, Madre querida, Dios me ha
concedido la gracia de comprender lo que es la caridad. Es cierto que también
antes la comprendía, pero de manera imperfecta. No había profundizado en estas
palabras de Jesús: «El segundo mandamiento es semejante al primero:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Yo me dedicaba sobre todo a amar a Dios.
Y amándolo, comprendí que mi amor no podía expresarse tan sólo en palabras,
porque: «No todo el que me dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos,
sino el que cumple la voluntad de Dios». Y esta voluntad, Jesús la dio a
conocer muchas veces, debería decir que casi en cada página de su Evangelio.
Pero en la última cena, cuando sabía que el corazón de sus discípulos ardía con
un amor más vivo hacia él, que acababa de entregarse a ellos en el inefable
misterio de la Eucaristía, aquel dulce Salvador quiso darles un mandamientos
nuevo. Y les dijo, con inefable ternura: os doy un mandamiento nuevo: que os
améis unos a otros, que os améis unos a otros igual que yo os he amado. La
señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos, será que os amáis
unos a otros.
¿Y cómo amó Jesús a sus discípulos,
y por qué los amó? No, no eran sus cualidades naturales las que podían
atraerle. Entre ellos y él la distancia era infinita. El era la Ciencia, la
Sabiduría eterna; ellos eran unos pobres pescadores, ignorantes y llenos de
pensamientos terrenos. Sin embargo, Jesús los llama sus amigos, sus hermanos.
Quiere verles reinar con él en el reino de su Padre, y, para abrirles las
puertas de ese reino, quiere morir en una cruz, pues dijo: Nadie tiene amor más
grande que el que da la vida por sus amigos.
Madre querida, meditando estas palabras
de Jesús, comprendí lo imperfecto que era mi amor a mis hermanas y vi que no
las amaba como las ama Dios. Sí, ahora comprendo que la caridad perfecta
consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus
debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos
practicar.
Pero, sobre todo, comprendí que la
caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón: Nadie, dijo Jesús,
enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el
candelero y que alumbre a todos los de la casa.
Yo pienso que esa lámpara representa a la
caridad, que debe alumbrar y alegrar, no sólo a los que me son más queridos,
sino a todos los que están en la casa, sin exceptuar a nadie.
Cuando el Señor mandó a su pueblo amar al
prójimo como a sí mismo, todavía no había venido a la tierra. Por eso, sabiendo
bien hasta qué grado se ama uno a sí mismo, no podía pedir a sus criaturas un
amor mayor al prójimo. Pero cuando Jesús dio a sus apóstoles un mandamiento
nuevo —su mandamiento, como lo llama más adelante—, ya no habla de amar
al prójimo como a uno mismo, sino de amarle como él, Jesús, le amó y
como le amará hasta la consumación de los siglos...
Yo sé, Señor, que tú no mandas nada
imposible. Tú conoces mejor que yo mi debilidad, mi imperfección. Tú sabes bien
que yo nunca podría amar a mis hermanas como tú las amas, si tú mismo,
Jesús mío, no las amarastambién en mí. Y porque querías
concederme esta gracia, por eso diste un mandamiento nuevo...
¡Y cómo amo este mandamiento, pues me da
la certeza de que tu voluntad es amar tú en mía todos los que me mandas
amar...!
Sí, lo se: cuando soy caritativa, es
únicamente Jesús quien actúa en mí. Cuanto más unida estoy a él, más amo a
todas mis hermanas.