¿No
es acaso lo propio de un cristiano el discernimiento? Es decir, ¿el saber
escudriñar a la luz de la fe los signos de los tiempos?, ¿interpretar y vivir
los acontecimientos de la historia que acontece en cada momento?
En la época actual, con la sociedad científica y tecnológica -la sociedad
materialista de consumo-, se ha ido perdiendo la dimensión existencial y vital
más trascendental, el sentido más genuino, cotidiano y profundo de la vida. La salvación, la felicidad, se obtiene por medio de la
ciencia, la tecnología, el dinero, el poder, el prestigio, el placer, la
libertad -falsas
y superfluas seguridades-, pero sutilmente la sociedad ha ido cayendo en un
profundo engaño, de nuevo el engaño original. Si sabemos mucho, podemos controlar
todo y no necesitamos humillarnos ante ningún Dios ni ante nadie, porque ya
somos dioses; la
antigua soberbia ha vuelto a invadir el corazón de la humanidad. El egoísmo, la
indiferencia, el placer egoísta y hedonista se han ido estableciendo como los
ídolos y reyes de la tierra. La sociedad se ha ido volviendo más
individualista, más pragmática y materialista -un lugar globalizado en donde se
han asumido mayoritariamente todos los sofismas planteados por un neopaganismo
irresoluto-, transformándonos en seres insaciablemente egoístas y pretenciosos,
que exigen todo y están dispuestos a dar nada para nadie; una enfermedad social
terrible y grave.
Toda esta realidad se tambalea de manera
patente ante la situación que nos ha tocado vivir en estos días: la pandemia
provocada por el COVID-19. Un virus -no olvidemos, de dimensiones microscópicas-,
capaz de poner en jaque no solo a un país o una nación, sino a todo un planeta.
De sobra es conocido por todos, los dolorosos y lastimosos datos, sobre todo
los concernientes al coste de tantas vidas humanas, que ha comportado esta
enfermedad. Una situación insólita, impensable e inimaginable para el hombre de
hoy, que ha significado un inesperado parón a toda su actividad cotidiana: la
política, la economía, la cultura, la educación, el deporte,…
Ante todo esto, en el intento por
responder a
nuestros interrogantes iniciales, podríamos legítimamente preguntarnos: ¿Por
qué ocurre todo esto? ¿Para qué? ¿Qué sentido tienen estos hechos?... ¿Y Dios?
¿Dónde está? ¿Dónde se escucha hablar de Él? ¿Acaso nos ha abandonado? Como
proclama el salmista: «¿Dónde está tu Dios?».
El cristiano no es un mero espectador ‘simplón’ que contempla sin
más los acontecimientos que le devienen, dándoles una respuesta vacía o
simplemente políticamente correcta. Mas bien es un “interpretador”, un
“lector”, una persona que sabe escudriñar con los ojos de la fe la historia,
los signos de los tiempos -pues participa de su ser Profeta conferido en el Bautismo-. El creyente, todo cristiano, busca la
sabiduría de Dios y desea penetrar los
secretos de la vida, encontrar el sentido trascendente de las cosas y descubrir que todo lo que viene de Dios sirve para el bien,
pues es expresión de su amor, como dice san
Pablo a los Romanos: «Sabemos que a los que aman a Dios
todo les sirve para el bien».
Todo sirve para el bien, incluso lo que nos parece un
mal, como la enfermedad o la misma muerte. He aquí, justamente, una
valiosísima clave para interpretar y discernir la historia con sabiduría.
En este contexto, no cabe duda de que vista desde la fe toda esta
situación adversa de pandemia es una Palabra de Dios. ¡Pero ojo! No la de un
Dios castigador o vengador al que algunos han recurrido para explicar, sin luz
alguna, la tribulación de estos días. O la de un Dios al que le es ajeno el
sufrimiento de sus hijos, especialmente el de los más vulnerables e inocentes.
¡Ese no es el Dios de Jesucristo! Sino la de un
Dios Padre que, ciertamente, no castiga, sino que por amor nos ayuda,
nos corrige y nos llama a conversión. Dios conduce la historia con justicia y
sabiduría, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos». Por eso, para el cristiano el devenir no es azaroso, nada
ocurre por casualidad. Así, vemos en este acontecimiento de sufrimiento
doloroso, una «parada» en el tiempo que nos sumerge en otro nuevo: el tiempo de
la pedagogía. Un tiempo que nos interpela y nos hace replantearnos nuestros valores
y prioridades. Un tiempo de reflexión y de aprendizaje. En definitiva, un
tiempo de desierto.
Cuaresma-Desierto. Desierto-Cuaresma.
¿No será que es Dios mismo quien nos ha invitado a dar un giro
copernicano a nuestras vidas dentro de este tiempo cuaresmal? ¡A todos! ¿Para
que de verdad acojamos su voluntad en nuestras vidas, y vivamos conforme a
ella, aunque eso suponga romper nuestros esquemas y que se desbaraten todos
nuestros planes? ¡Ay, nuestros planes!
¡No
tengamos miedo! Aunque sin duda es enorme el sufrimiento que supone -a muchos niveles- esta pandemia, el
confinamiento y todas las consecuencias derivadas de ella, tampoco aquí estamos
solos. Y es que
ante todo este desagravio aparece una figura, la imagen sencilla y serena de
una mujer: María, la madre de Jesús y madre nuestra, la humilde de Nazaret.
Ella, salud de nuestro siglo y verdadera casa de bendición.
El
apasionante camino de la Virgen, madre de Dios, comienza con la idea
preconcebida por Dios de la que habría de ser su madre. Idea enamorada y
apasionada del Padre, que en su locura de amor a la humanidad creada, soñada y
redimida por su Hijo, busca y prepara su irrupción en el espacio y en el tiempo
con una madre que además nos regala a todos. Ella es Madre para todos, nos ama,
nos favorece, nos obtiene la perseverancia en el bien y la vida eterna. Ella es
la Madre de la santa esperanza. Ella que sin ser el centro, es figura central
del cristianismo; Ella que sin ser la esencia, es dato esencial en la Historia
de la Salvación y en nuestro camino de fe, y se nos presenta como la imagen
perfecta del seguimiento y de la bendición.
La
intercesión maternal de la Virgen es una función que Ella ejerce -siempre y mas aún en estos
momentos- en beneficio de quienes estamos en peligro y tenemos necesidad de
favores temporales y, sobre todo, de la salvación eterna: «Con su amor de madre
cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias
y peligros hasta que lleguen a la patria feliz. Por eso la santísima Virgen es
invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro,
Mediadora».
También ahora, María intercede por todos
nosotros. Al decir a Jesús: «No tienen vino», se pone entre su Hijo y nuestras
privaciones, indigencias y sufrimientos. Ella es consciente de que ¡Tantas veces
«no tenemos vino»! ¡Tantas veces carecemos de tantas de cosas! Como en este
momento de contrariedad donde nos sorprende esta tormenta furiosa, que provoca
tantas tormentas en el corazón: el aislamiento, la soledad abrumadora, tantos desorientados,… Por
eso, se pone «en medio», o sea, se hace mediadora, no como una persona extraña
sino en su papel de Madre, consciente de que, como tal, puede hacer presente al
Hijo nuestras necesidades. Así pues, como mediadora maternal, María presenta a
Cristo nuestros deseos, nuestras súplicas, y nos transmite los dones divinos,
intercediendo continuamente en nuestro favor. No olvidemos que la
Virgen María es humilde de corazón. Tiene corazón maternal. Es
Madre de misericordia, como rezamos en la Salve. María tiene ojos
misericordiosos,
compasivos hacia todos nosotros, hacia todos sus hijos y siente en su
corazón de Madre las penas y dolores de los hombres y mujeres de la tierra. ¿No
se sentirá Ella más cerca que nunca de quienes peor lo están pasando, de todas
aquellas familias que padecen y sufren la pérdida de un ser querido,
acrecentado aún más si no han podido despedirse de él, y acompañarle en su
sufrimiento? ¿No siente Ella en su corazón y en su alma de Madre el dolor
humano desbordado en este acontecimiento, también por los que están en grave
peligro de fallecer, así como por los familiares y amigos que les acompañan con
profundo amor y compasión?
Los
cristianos invocamos también a María como «Auxiliadora», reconociendo su amor
materno, que ve las necesidades de sus hijos y que está dispuesto a intervenir
en su ayuda. La convicción de que María está cerca de cuantos sufren o se
hallan en situaciones de peligro grave -como la provocada por esta pandemia del COVID-19-, ha llevado a los fieles a
invocarla como «Socorro». De ahí que, la misma confiada certeza que se
expresaba en la más antigua oración mariana, la repetimos nosotros desde la fe
en estos cruciales y dolorosos momentos con estas palabras:
«Bajo
tu amparo nos acogemos,
santa
Madre de Dios;
no
deseches las súplicas
que
te dirigimos en nuestras necesidades,
antes
bien, líbranos siempre de todo peligro,
oh
Virgen gloriosa y bendita».
Asimismo, Ella es «salud de los enfermos, es nuestro
refugio, consuelo de los afligidos y auxilio de los cristianos».
¡Cuántos enfermos, cuántos afligidos! ¡De cuánto auxilio y consuelo carecemos y
necesitamos hoy! ¡Cuánto urge que busquemos en Ella nuestro refugio! Ella, que
intercediendo ante Jesús por nosotros, provoca la acción benéfica de su Hijo.
Ella, que «llena de gracia» y siendo imagen perfecta de Dios, nos revela y
comunica plenamente la misericordia de Dios Padre y el amor incondicional y
vivificante de su Hijo. Por eso, no perdamos de vista que todo este sufrimiento
físico y espiritual vivido en nosotros mismos o en algún ser querido -o
cualquiera que nos atormente durante nuestra vida-, siempre será poca cosa
comparado con lo que sufrió María por nosotros. Si en esas circunstancias se
nos concede la gracia de unir nuestro dolor al de la Pasión de Nuestro Señor,
ofreciéndoselo a la Virgen, no estaremos lejos de alcanzar el auténtico tesoro:
el Cielo.
Realidad ésta que ya puede vivirse aquí, entre
nosotros. Si no, ¿como no admirar la maravillosa respuesta de tantos
profesionales sanitarios, médicos, investigadores, enfermeros y personal de servicios
auxiliares, administrativos y de limpieza que con entrega y serenidad
desempeñan una labor tan encomiable?
Igualmente, ¿qué decir de los agentes del orden público, militares, trabajadores
en los suministros y alimentación, transporte, empresarios que contribuyen
poniendo sus bienes y empresas grandes y pequeñas al servicio solidario del
bien común, docentes, sacerdotes, voluntarios, etc.? Y así tantos y tantos…
La pandemia nos une y produce dentro de nosotros
sentimientos de auténtico agradecimiento. Por eso, no hay aplausos suficientes
con los que agradecer su heroica labor a cuantos nos sirven y se desviven por
nosotros, haciendo que pueda superarse esta crisis, asistiéndonos con desvelo
aún con riesgo de su salud y de su vida. ¿No son todos ellos, de algún modo,
una imagen visible de la maternal ternura de María? Y si no, ¿qué decir cuando
contemplamos, por ejemplo, esos pequeños grupos de monjas fabricando con sus
propias manos mascarillas para ser donadas a quien más las necesita? ¿Y tantas
y tantas familias confinadas por responsabilidad y amor hacia sus familias y
hacia los demás? Y así tantísimos gestos, tantísimos,... ¿no son acaso un
llamado de cómo Dios toca el corazón del ser humano, apelando a su bondad y
sacando lo mejor de sí mismo? ¿No manifiestan estas actitudes una sólida razón
para la esperanza?
Por todo ello, te animo también a ti,
querido lector o lectora -y a mí mismo-, a confiar plenamente en María, tu
Madre, que siempre te ama a pesar de todo… Quien acude a María, siempre será
recibido por Ella con amor y cariño maternal. Es el mandato que le dio Jesús
desde la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Por eso, María es nuestra fiel abogada y protectora, nuestro auxilio y perpetuo
socorro en todos los peligros y necesidades de nuestra vida. El Corazón de
María es el refugio seguro:
Cuando tú lloras,
María llora contigo.
Cuando tú sufres,
María tu Madre sufre contigo.
Y cuando tú padeces,
la Virgen está a tu lado,
igual que estuvo junto a su Hijo,
al pie de la Cruz.
Precisamente
porque nosotros también somos hijos e hijas de María, le llega a su corazón
maternal todo lo que nosotros sentimos en nuestra alma: lo bueno y lo malo,
nuestros gozos y nuestras alegrías, nuestras penas y tristezas, nuestros éxitos
y fracasos. De aquí viene el llamar a María la Virgen del consuelo, la Madre de
la Consolación, porque verdaderamente nos consuela en las tribulaciones, en los
momentos difíciles de nuestra vida, animándonos a seguir siempre adelante.
Ayúdanos.
Ayúdanos Tú,
Madre nuestra.
La siempre bendita,
la toda llena de gracia.
Tú, modelo de sencillez.
Tú, ideal de santidad.
Tú, senda providencial.
Tú, ejemplo de humildad.
¡Ayúdanos!
¡No nos
desampares!
Mira que solos no podemos,
mira que no tenemos fuerzas suficientes,
mira que somos pequeños
y nos puede el temor.
¡Ampáranos Señora nuestra!
Arca del redentor,
salud y consuelo,
auxilio y refugio.
Ayúdanos.
Ayúdanos Tú,…
Madre nuestra.
Así es. Ayúdanos tú, María. Sé tú nuestra casa de
bendición, nuestra Domus ecclesiae.
Míranos con tu ternura a tantas familias que vivimos estos acontecimientos
adversos en nuestros hogares, transformándolos -aún más si cabe en este tiempo-
en auténticas Iglesias domésticas: padres, madres, jóvenes, niños,…en contacto
continuo con los abuelos y abuelas y demás familiares, en ayuda mutua y
siguiendo el espíritu del ora et labora: con
las tareas de la casa, con los estudios, con juegos y manualidades, con la
oración, como el Ángelus, el santo Rosario, la Liturgia de las Horas, la
Scrutatio, la Celebración de la Palabra de Dios; con el sacramento de la Eucaristía (seguida en TV,
internet…), etc. rezando e intercediendo por todos, en especial por los difuntos,
por los enfermos, por el personal sanitario, por todos los servidores públicos;
por tantas familias que lo están pasando mal, por los sacerdotes y por cuantos
nos sostienen en la fe.
Así, con tu intercesión, podremos seguir confortándonos unos a otros,
anclados en la esperanza de Cristo resucitado que nos llena de su
luz para hacer su voluntad, y permaneciendo fieles cada día en el buen combate
de la fe.
Cfr. José Luis Solano
Gutiérrez. Me robaste el corazón. Ed. Bendita María. 2018