Donde haya una comunidad contemplativa de oblatas de Cristo Sacerdote,
ese monasterio acoge el nombre de la Virgen de la localidad, para que
el carisma de entregar su vida a la oración por el sacerdocio esté unido
a la protección de la Madre. En el caso del onubense, coge su
advocación, Santa María de la Cinta, de la patrona de Huelva,
y comparte también espacio con el santuario que guarda la venerada
imagen. Un santuario con historia, pues fue precisamente en él donde
Cristóbal Colón, el 3 de marzo de 1493, rezó tras su primer viaje, para
agradecer el éxito de la expedición. El almirante y sus marineros
cruzaban de vuelta un Atlántico agitado que les hizo temer por sus
vidas. Colón prometió entonces orar a la Virgen de la Cinta si la Madre
los protegía para llegar salvos a casa.
La historia de Santa María de la Cinta se remonta al año 400. En
Huelva vivían un zapatero llamado Juan Antonio y su mujer, Lucía, que
acostumbraban a recoger a pobres y a regalar zapatos a los niños
necesitados en la Natividad del Señor. Un día, de vuelta de un viaje
desde el municipio de Gibraleón, Juan Antonio sintió un fuerte dolor en
el costado que le impedía continuar y que le obligó a bajar de la
montura. En el suelo invocó a la Virgen de la Natividad y, al extender
el brazo, encontró una cinta que, al ponérsela, hizo que desapareciese
el dolor. De vuelta a casa contó lo sucedido a su mujer y, en
agradecimiento a la Virgen, levantaron una pequeña ermita donde su amigo
el pintor Pedro Pablo dibujó a María sentada, con el Niño en brazos
–desnudo y con zapatos, en alusión a la caridad de los esposos– y una
cinta en las manos. Durante la invasión musulmana ocultaron la imagen y
la ermita construida por Juan Antonio y Lucía fue derribada. Fue en el
año 1400 cuando un pastor, antes de ser atacado por un toro, se agarró a
unas matas altas encomendándose a la Virgen y apareció el lienzo
escondido. El toro, por cierto, acabó postrado frente a tamaño
descubrimiento y el pueblo, agradecido, construyó otra ermita, ahora en
este nuevo lugar.
Y hasta allí llegaron las oblatas en 1962, aunque primero estuvieron
instaladas en otra ubicación, de forma provisional. La inauguración de
la nueva fundación la realizó el 2 de febrero el primer obispo de
Huelva, Pedro Cantero, y acudió el entonces obispo auxiliar de Madrid y
fundador de las oblatas, José María García Lahiguera, al que acompañó la
superiora general, la madre María de Cristo Sacerdote. Fue el
arquitecto Rafael Hidalgo de Caviedes, hermano de la madre, el encargado
de dar forma al nuevo monasterio, que conforma con otros cinco –Madrid,
Salamanca, Valencia, Toledo y Perú– la vida contemplativa de esta orden
fundada en 1938, en plena Guerra Civil, con el objetivo de velar por la
santidad de los sacerdotes.
La actual comunidad de Huelva, formada por 16 oblatas de edades
avanzadas, está especialmente vinculada a las hermandades onubeneses,
para las que han realizado importantes trabajos de bordados, ya que este
es su modo de subsistencia desde su creación. «Hacemos de todo:
casullas para sacerdotes, manteles para las parroquias…», explica la
superiora, la hermana Rosa María. Y exalta, orgullosa, la relación con
los vecinos. «Acuden a nuestro monasterio pidiendo oraciones y nos hacen
partícipes de sus intenciones. Nos quieren mucho y nos cuidan»,
asevera. Y eso, ellas lo agradecen mucho. Una historia reciente lo
corrobora. Las religiosas tuvieron hace poco a una hermana en el
hospital que compartía habitación con una joven. «Sus padres eran del
Camino Neocatecumenal, pero ella no tenía mucha fe». Pero, al darse
cuenta de que estaba muy grave, «pidió a nuestra hermana que, cuando se
muriera, que por favor la acompañase». Su padre, cuenta la superiora,
«pedía mucho por la hija, para que se acercara al Señor en aquel duro
momento». Resultó que esta hermana y la chica murieron el mismo día por
la tarde. «El padre nos llamó desconsolado para contarnos que había
fallecido, y la religiosa que cogió el teléfono le dijo que nuestra
hermana se había ido al cielo también, y eso le impresionó». Fue un
consuelo muy grande para él. Tanto que, en el funeral, contó esta
historia. «Él tenía la paz de que se habían ido juntas. Ese era el deseo
de Dios, que fuera al Padre con nuestra hermana».
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