La semana pasada recordábamos dos verdades fundamentales de nuestra
fe católica. La primera confiesa a Dios como Creador de todas las cosas.
La segunda afirma algo estrechamente relacionado con la fe en el
Creador: que el hombre fue creado por Dios, a imagen y semejanza suya,
en su doble realización de varón y mujer. La relevancia de una y otra
verdad es tal que constituyen “los fundamentos mismos de la vida humana y
cristiana”, como afirma el Papa Francisco. Debilitados tales
fundamentos, se ponen en peligro, más, se tambalean las bases de la
existencia tanto humana como cristiana; y si desaparecen de la
conciencia de los hombres, colapsan los pilares fundamentales sobre los
que asienta toda existencia verdaderamente humana, y queda privada de
racionalidad en su misma raíz.
La gravedad del debilitamiento o de
la desaparición de estas verdades como patrimonio común colectivo,
tiene consecuencias difícilmente reparables. En efecto, anulada la idea
de Dios Creador, fundamento del ser de todos los seres, se nubla y aun
desaparece la idea de una realidad objetiva, independiente del propio yo
y de la propia razón, por más matices que se le quieran añadir a esta
afirmación. Pero, desaparecida por la puerta la verdad de un Dios
Creador, antes o después, más o menos subrepticiamente, entra por la
ventana la idea del hombre como “creador” del mundo, al menos de
“nuestro” mundo. Ahora bien, si es cierto que la idea del Dios Creador
resulta siempre un misterio, la del hombre “creador”, parece pretenciosa
y hasta ridícula; sobre todo en tiempos como el nuestro en el que se ha
impuesto a todos la idea de la fragilidad y debilidad del hombre,
impotente para superar en tiempos razonables un mal que ha acabado con
la vida de millones de personas, y cuyo alcance no es posible fijar con
seguridad.
Es claro que, si se niega la realidad de un mundo
objetivo, con todos los matices, repito, que se quiera, una realidad
dada que no depende radicalmente del hombre; si no se acepta una verdad
que podemos llamar “ontológica”, la que corresponde a cada ser, entonces
desaparece también necesariamente la idea de toda verdad “lógica”: si
no existe una verdad objetiva, tampoco puedo comparar con ella mi idea
de las cosas: no puedo saber si hay adecuación o no entre ambas. Se hace
imposible una idea fuerte de verdad.
Pero si no hay un mundo
objetivo, en el que Dios ocupa un puesto “fundante”, nos queda solo un
mundo construido, creado por el hombre, en el que la provisionalidad
será nota dominante: hoy las cosas están y son así, sin que sepamos cómo
estarán y serán mañana; la opinión, el parecer provisional, tomarán el
puesto de verdades y certezas.
Una vez destronada la verdad de las
cosas que son, entronizada la idea del hombre creador, todo queda a
merced de las mayorías: ¡La dictadura del número!: ¡no nos preocupemos
de como son las cosas, decidamos lo que queremos que sean! ¡En realidad,
las cosas son lo que queremos que sean!: “decidamos” cuáles son los
derechos humanos “decidamos que ser varón o mujer depende da cada uno;
“eliminemos” de un plumazo la realidad de la paternidad o maternidad y
quedémonos con la de progenitor 1 o 2…
En un marco ideológico como
este, educar no es posible. Educar ¿por qué o para qué? La educación
elimina la auténtica formación y se limita a imponer una ideología; se
limita a instruir, pues no existen valores ni verdades morales en los
que formar; la misma instrucción minusvalorará los contenidos y premiará
la creación de habilidades, o capacidades, algo siempre de difuso
contenido. Todo se tambalea ante o después, para dar paso al anarquismo,
donde cada uno es señor, único, de sí mismo. La libertad individual se
absolutiza. Cada uno se hace a sí mismo sin que quepa admitir
ingerencias indebidas, sean estas de los padres, de los profesores –que
no maestros o formadores-, de la sociedad o de quien detenta en cada
caso el poder. Las palabas de Francisco resultan, pues, muy acertadas:
perdida la idea de Dios Creador y del hombre como criatura, se destruyen
“los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana”.