Acabado el tiempo de Pascua con la solemnidad de Pentecostés,
verdadera natividad de la Iglesia, el año litúrgico reemprende su
andadura con los domingos ‘durante el año’. Reempezamos con el domingo
de la Santísima Trinidad. Volvemos la mirada agradecida al que es la
fuente de todo bien, al Dios único en tres Personas. El dogma trinitario
es un misterio de luz y de vida, y no un enigma indescifrable que haya
que resolver con la agudeza de juegos dialécticos del ingenio humano.
El
misterio de la Trinidad es el corazón de nuestra fe y de toda la vida
cristiana, que sólo Dios nos lo ha dado a conocer a través de su Hijo
Jesucristo. Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la
historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y
único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los
hombres y les comunica su mismo misterio.
Jesús nos comunica el
misterio de la Trinidad para que lo vivamos. Vivirlo es la mejor forma
de entenderlo. Empezamos a vivirlo en el bautismo, que es comienzo de
la vocación y misión del cristiano. El final del Evangelio según San Mateo refiere
la última manifestación de Jesús a los once discípulos, que los envía a
la misión con el encargo de bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo.
El bautismo nos consagra a este Dios
Trinitario y nos introduce en el círculo de vida y amor que es la
Trinidad. Un Dios que se nos revela como Amante (el Padre), Amado (el
Hijo), Amor (el Espíritu Santo). Dios no es un ser solitario; no es una
isla. Es comunidad de personas; es familia. Es diálogo; es comunicación.
Y nosotros, hechos a su imagen y semejanza, somos hijos de Dios y
familia de Dios. Es más: somos morada de ese Dios. Él nos habita y nos
envuelve en un abrazo de amor. En él vivimos, nos movemos y existimos.
Dios nos enseña que la vida es comunión, amor compartido, comunicación y
diálogo.
Y porque participamos de la naturaleza de Dios y nos
sentimos hijos de Dios e inmersos en su corriente trinitaria de amor,
podemos y debemos amar a todos los hombres, que son también hijos de
Dios y hermanos nuestros.
El papa Francisco, en la situación de
pandemia que vivimos y sufrimos, nos invita a superar la globalización
del “virus” de la indiferencia con los “anticuerpos” necesarios de la
justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo de vivir la
alternativa de la civilización del amor, que es una civilización de la
esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento,
la pasividad y el cansancio.
Jesús en su discurso de despedida oró
así al Padre: “Te ruego por los que crean en mí, para que sean uno,
como tú y yo somos uno “(Jn 17, 20). El Concilio Vaticano II hace un comentario de este texto del Evangelio según San Juan y
saca como consecuencia el carácter comunitario de la vocación humana,
según el proyecto de Dios: “Cuando el Señor ruega al Padre que ‘todos sean uno como nosotros somos uno’ (Jn 17, 21-22), abriendo
perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza
entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios
en la verdad y en la caridad” (GS 24).