CAMINEO.INFO.- En el segundo domingo de Pascua proclamamos en el evangelio las dos
apariciones de Jesús a los discípulos en una casa, supuestamente el
cenáculo, donde Jesús había celebrado la cena pascual. En las dos
apariciones se dice que estaban con las puertas cerradas. En la primera,
se apostilla que era por miedo a los judíos.
Jesús resucitado se
presenta con poder, se sitúa en medio, les saluda con la paz y les
muestra las manos y el costado para que entiendan que es el mismo que
fue crucificado. Los discípulos se llenaron de alegría al verlo, y Jesús
repite su saludo de paz y los envía del mismo modo que él fue enviado
por el Padre. ¿A qué los envía? El texto lo aclara a continuación: «Y,
dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a
quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se
los retengáis, les quedan retenidos”» (Jn 20,22-23). Este gesto de
Cristo, soplando sobre los discípulos, expresa la donación de su
espíritu para que puedan otorgar el perdón de los pecados. Es el aliento
de vida en que se ha convertido Cristo por su resurrección: Él es el
«espíritu vivificante» (1 Cor 15,45), agente de la nueva creación que
reconcilia al hombre con Dios. Se ha cumplido el tiempo y Dios ha
aceptado la ofrenda de su Hijo, elevado sobre todo poder y constituido
en fuente de la verdadera Vida.
En la resurrección Jesús ha
recuperado el espíritu que entregó a su Padre, pero lo recupera con su
humanidad glorificada que se convierte así en el cauce por el que
llegará a todas las generaciones el Espíritu de la vida y de la
resurrección. Hemos sido recreados, vivificados, liberados de la muerte.
A los ocho días, Tomás, que no estaba con los discípulos la primera vez
y se negaba a creer retando de alguna manera a que Cristo le concediera
la gracia de tocar su humanidad, ve cumplido su deseo. Cristo se
aparece, otorga de nuevo la paz y le ofrece a Tomás la posibilidad de
tocar sus llagas carnales y gloriosas. El evangelio no dice si Tomás
llegó a hacerlo y experimentar así lo que todo hombre desearía:
comprobar que el cuerpo de Cristo es real, con las llagas de la pasión y
con la gloria de la resurrección. Lo cierto es que Tomás se rindió ante
Cristo e hizo la más bella y solemne confesión de fe en primera
persona: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Todo esto sucedió
estando las puertas cerradas por miedo a los judíos, es decir, por miedo
a la muerte. Sabían bien los discípulos que el destino de Jesús sería
el suyo: la muerte de cruz. Y vivían con las puertas cerradas, no sólo a
los judíos, sino al mismo Cristo en quien no creían a pesar del anuncio
de María Magdalena, «apóstol de apóstoles» (Papa Francisco).
El
miedo a morir nos encierra en la muerte que tememos. Cristo, con la
efusión de su espíritu, nos abre a la vida. Por eso la paz que otorga va
seguida de la misión, para lo cual es preciso abrir las puertas y
salir. En Pentecostés la Iglesia naciente sale sin miedo, ebria de
Espíritu, como diría san Agustín, a proclamar la salvación universal. La
Iglesia tiene el peligro, en muchas ocasiones, de encerrarse en sí
misma, por temor a que el Espíritu la lleve adonde el egoísmo, la
comodidad, y, finalmente, el miedo a perder la vida no quieren ir. Se
vive más cómodamente en el refugio de nuestros temores (y no me refiero
ahora a la situación presente) que en la misión a la que Cristo nos
envía con todo su poder. El que ha vencido a la muerte no nos envía
desamparados, sino con su propio soplo y espíritu, capaz de regenerar el
mundo y de vencer la muerte. El día de Pascua Jesús entró en la casa
cerrada por miedo y la dejó abierta para siempre.