Los cristianos, al hablar de
los mandamientos y
de la necesidad de adherirnos a ellos, hablamos de
adherirnos una persona, Cristo, rostro de la misericordia de
Dios que viene en nuestra búsqueda y podemos acoger en el amor.
Cuando el apóstol Santiago habla de los mandamientos de Dios
habla de
la Palabra, como observábamos en la
Segunda Lectura de este domingo (Cf. St 1,17-18. 21b-22.27). Los
mandamientos de la ley de Dios son significativos para el
hombre, porque hablan de su corazón: no son una norma
extrínseca a sus necesidades y las del género humano.
La
voluntad de Dios se expresa en la Palabra que es el mismo Dios,
Cristo, el Verbo de Dios hecho carne por amor nuestro. Y dice:
“aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz
de salvaros”. Aceptar la Palabra en el corazón hace que éste
reviva, porque es una Palabra de vida. Y el Apóstol Santiago dice varias cosas que son muy profundas e importantes para nosotros. Primero, la necesidad de acoger la Palabra,
porque acoger la Palabra de Dios es algo más que saberse los diez
mandamientos de memoria. Es estar en sintonía con Dios. (Es lo
que hacemos en la Santa Misa con las lecturas, que escuchamos e
intentamos llevar al corazón, hacerlas vida; es lo que hacemos
cuando meditamos el Evangelio – aquellos que por ejemplo
tienen en su mesita de noche unos Evangelios y cada noche leen
un párrafo-, intentamos interiorizar, hablar con Dios, y Él
responde). Es decir, entramos en la dinámica de la
conversación con Dios.
Esto es muy importante porque Dios no es como el “Código de Circulación”,
por utilizar un ejemplo simple. Dios no es un código, un libro,
no ha venido a “vendernos” un libro para hacernos entrar en la
ley. Dios es alguien que se dirige a mí y me ama, y por eso me
habla, para entrar en conversación conmigo, y me comunica su
sabiduría para vivir, el camino que me plenifica. Así
realmente se ven de otra manera las cosas. No es como cuando uno
llega a una pensión y lo primero que ve en su habitación es un
cartel de normas de la casa, horas, comidas… No, sino que uno
entra en una relación en la que las cosas se entienden y se
expresan de otra manera.
Decíamos, primero, acoger la Palabra. Segundo, “llevadla a la práctica”,
porque el que no la lleva a la práctica, se engaña a sí mismo.
Es muy duro decir que alguien se engañe conscientemente, aunque
puede suceder. Vamos a pensar que no es así. Pero si es cierto
que una tentación permanente a lo largo de la historia de la
Iglesia es que podemos aceptar la Palabra de Dios –-porque
vivimos en una tradición cristiana, porque hemos aceptado la
fe, porque nos sabemos los mandamientos de memoria, porque
hemos recibido catequesis, porque vamos a misa— sin vivirlos
ni asumirlos en la propia vida. Posiblemente lo que el mundo
lleva peor de los cristianos es la incoherencia. No hay que ser
maniqueos, pues todos sabemos que estamos en proceso de
conversión: ¡que más quisiéramos que aprendiendo el Evangelio
lo empezáramos a vivir automáticamente! Este es el
problema, que nada es automático, que se trata de una relación
de amor transformadora, que debemos convertirnos, que el Señor
llama a la conversión. Es evidente y somos conscientes de que
somos pecadores. La Misa la comenzamos siempre pidiendo
perdón de los pecados. Pero una cosa es mantenerse a la altura
de esa voluntad de Dios por amor a Él, sabiendo que eso nos da vida,
y otra cosa es prescindir habitualmente de su voluntad
dejando que lo que impere en nosotros sean nuestros deseos
carnales, pues finaliza la lectura del Apóstol con una
exhortación a “no mancharse las manos con este mundo”, es decir,
a no dejarse llevar por la mundanidad. Sin embargo antes dice
que este es el culto que Dios quiere, la “religión pura”, y
entonces cita a los profetas: “visitar huérfanos y viudas en
sus tribulaciones”. Es decir, que vivir la voluntad de Dios, su
ley, es vivir el mandato del amor que nos hace misericordiosos.
Es la justicia,
el tercer aspecto que reseñamos. Esa coherencia nos dice que no
solo se trata de ver qué me dice Dios en el Evangelio, sino que si
Dios es amor, la experiencia en mi vida del amor debe llevarme al
verdadero culto que cambia mi vida, y que nos sitúa en la verdad
del amor. Aunque tengamos defectos, pecados, y tengamos que
pedir perdón a Dios todos los días. Pero es distinto cuando esto
se experimenta en una experiencia de relación de
misericordia, de amor, de vida cristiana.
Y finalmente la exhortación llama a no dejarse llevar por la mundanidad.
Decía antes que el criterio que tenía el pueblo elegido de lo
que era la ley no es el que tenemos hoy. Hoy, queramos o no, aunque
nos resulte lejano y no lo pensemos habitualmente,
dependemos de una cultura muy marcada por Nietzsche, su ateísmo
activo, y su repulsa de Dios y de todo lo que suponía una norma o
una ley. Eso influyó en nuestra generación a partir sobre todo
de la revolución del 68, que se marca como un hito
de cambio de mentalidad social: esos eslóganes de “prohibido
prohibir”. Hoy nadie se acuerda de eso seguramente. Y realmente
tampoco tenemos el problema de caer en el rigorismo de hacer
lo que esté mandado sin que el corazón lo sienta. Hoy lo vivimos
de otra forma, muy opuesta, pero no por eso estamos libres de la
mundanidad, todo lo contrario. Hoy decimos que “como no lo
siento” no es verdadero y no lo hago. Eso supone vivir
exclusivamente del sentimiento, lo cual es gravísimo, sobre
todo cuando daña la fidelidad en las relaciones, también al
matrimonio: “no, como ya no lo siento…”. Hoy nuestra repulsa a la
ley se ampara en que nuestros sentimientos nos pueden pedir
otra cosa. Claro, la ley no es sentimiento. La voluntad de Dios
expresa el mayor de todos los sentimientos que es el amor de
Dios, pero nos lleva a una coherencia de vida, porque el bien es
bien y el mal es mal, y todo no es subjetivo, aunque vivamos en el
imperio del deseo y de la subjetividad, donde parece que no
hay brújula, ni bien ni mal. Esto no se casa con amar a Dios y hacer
su voluntad, en la que se expresa el bien profundo del ser
humano, y las consecuencias cuando no lo vivimos así
son realmente desastrosas.
¿Vale la pena realmente ser
cristiano y religioso, observar los mandamientos acoger a
Cristo? ¡Pues claro que sí! Porque nos hace entender el camino de
la vida, la verdad del ser humano, y alabar a Dios, es decir,
abrirnos al amor de Dios que quiere ser amado, y que nos muestra
cómo vivir. No es indiferente vivir de una manera o de otra,
ni hacer el bien o el mal, ni para nosotros ni para la suerte del
mundo, donde todo, especialmente en la sociedad global,
tiene una repercusión.
¿Qué nos pide Dios? Ser fieles. Ser
fieles a su amor, abrirnos a su amor, no dejarnos llevar por los
engaños del mundo, vivir realmente preguntándole: ¿Señor qué
quieres de mi?, ¿cuál es tu voluntad?, yo amo tus mandatos porque
te amo a ti. En ese diálogo de amor con Él se descubre que el bien
nos hace amar, ser felices y crecer. Pero es muy importante algo
que pone significativamente de manifiesto en varias
ocasiones el Evangelio. Nos referimos a las ocasiones en la
que Jesús critica a los maestros de la ley por hacer de la
relación con Dios algo incumplible, lleno de tradiciones, ritos
y fardos pesados e innecesarios: en una relación, y más en la
relación con Dios, uno no puede dejarse llevar por la rutina,
del pensar que ya me lo sé todo, que como me lo sé, yo lo hago todo.
No. El amor necesita crecer, la vida cristiana aspira a una
identificación con el Señor: “Es Cristo quien vive en mí” (Gal
2,20). Es lo que han hecho los santos. Es necesario, por tanto, el
pecado y la conversión. “Dame, Señor, un corazón puro”,
dice el Salmo.
Ese es el culto que Dios quiere,
que nuestra vida crezca, llegue a su plenitud. Y la plenitud nos
la da la comunión con Dios, donde su corazón se une al nuestro.
Entrar en el corazón de Jesús, en su Sagrado Corazón, conocer
sus sentimientos, lo que nos pide, lo que piensa, abrazar sus
criterios, sus propuestas, su amor, incluso su pasión, nos hace
responder verdaderamente al secreto de la vida con un camino
de felicidad que empieza aquí y se culmina en la vida eterna.