Esta semana pasada estuve en mi retiro anual de silencio y las
acusaciones en contra del arzobispo McCarrick formaron parte de mi
oración. Varios fieles me han escrito y preguntado sobre la situación.
Algunos han sentido que el Señor ha abandonado a la Iglesia. Otros
obispos se han expresado sobre esta tragedia y hoy yo les ofrezco a
ustedes, los fieles de la arquidiócesis y a mis hermanos presbíteros y
diáconos, las siguientes reflexiones.
Como lo expresó el cardenal DiNardo, presidente de la Conferencia
Episcopal de los Estados Unidos, las revelaciones sobre el arzobispo
McCarrick han causado, tanto en obispos como en laicos, “ira, tristeza y
vergüenza”. Personalmente, siento mucho que ambos, laicos y clérigos,
hayan tenido que experimentar este tipo de traición. En respuesta, le
pido a cada sacerdote en la arquidiócesis que ofrezca una misa
mensualmente en reparación por los pecados cometidos por cardenales,
obispos, presbíteros y diáconos, y por todos los pecados cometidos por
clérigos y laicos en contra de los mandamientos de nuestro Señor, y a la
vez oren por la sanación de las víctimas del pecado. Esta misa ha de
ser anunciada públicamente para que los laicos puedan asistir y ofrecer
plegarias en reparación de estos pecados graves que han herido a tantos y
por sus propios pecados.
El personal de la Arquidiócesis de Denver y su servidor nos
esforzamos por hacer lo posible para asegurarnos de que tales cosas no
ocurran aquí. Nuestras medidas preventivas incluyen: verificaciones de
antecedentes, cursos de “ambientes seguros”, capacitación obligatoria de
reporte de abusos, la creación de un equipo integrado principalmente
por laicos de respuesta adecuada al reporte de abusos, una auditoría
independiente anual de nuestras organizaciones encargadas del reporte de
abusos, contar con una persona laica (Christi Sullivan, 303-715-3241
o Christi.Sullivan@ArchDen.org) sirviendo como directora de la Oficina
de Ambiente Seguro, la cual se encarga de todos los cargos de cualquier
tipo de abuso contra menores por parte de clérigos o laicos, y de
proveer evaluaciones psicológicas de los candidatos al sacerdocio.
Igualmente, tenemos al coordinador de asistencia a víctimas, Jim
Langley, Psy. D., quien puede ser contactado al 720-239-2832
o Victim.Assistance@ArchDen.org. Si cualquier persona de la
arquidiócesis conoce o ha sufrido una situación de abuso por parte de
algún miembro del clero o empleado laico de la arquidiócesis con un
menor o anciano, cualquiera de estas dos personas puede ser contactada
al respecto. Tanto el obispo Jorge Rodríguez como su servidor tomamos
estos asuntos con la máxima seriedad.
Durante mi retiro, mi director me alentó a orar con las llamadas de
Isaías, Jeremías y Samuel. Al orar con la llamada de Samuel, me
impactaron las palabras del Señor a Samuel acerca de Elí. El Señor le
dijo a Samuel que le dijera a Elí: “… cumpliré todo cuanto he dicho
contra la familia de Elí, desde el principio hasta el fin. Ya le he
anunciado que voy a condenar a su familia para siempre, porque sabía que sus hijos vilipendiaban a Dios y no los ha corregido”
(1 Sam 3,12-13, énfasis añadido). Demasiados seminaristas, sacerdotes y
obispos sabían del comportamiento del arzobispo McCarrick y no lo
frenaron.
Debido a esto, exhorto a la Conferencia Episcopal de los Estados
Unidos a que pida y permita una investigación independiente que incluya a
miembros fieles laicos y a sacerdotes que no hayan tenido nada que ver
con el asunto. Debido a que la supervisión de obispos y cardenales está
bajo la jurisdicción de Roma, humildemente le pido al Papa Francisco que
conduzca una investigación independiente como la que llevó a cabo en
Chile.
Como Jesús lloró sobre Jerusalén, también yo he llorado por la
Iglesia y por las víctimas inocentes. Recuerdo cuando visité Auschwitz
por primera vez en 1988. Mientras caminaba con horror en mi corazón por
el mal palpable que estaba presente, reflexionando sobre cómo podían
unos seres humanos hacer esto a otros seres humanos, oí en oración:
“Sólo Jesucristo, solamente Él, puede redimir esta maldad”. Lo mismo se
puede decir de la crisis de abuso sexual de hoy, así como del
vaciamiento de nuestras iglesias y del abandono de Dios por el mundo.
Así que, ¿qué debemos hacer?
Debemos reconocer que la complacencia sobre el mal y el pecado están
presentes tanto en la Iglesia como en el mundo y nos ha llevado a donde
hoy nos encontramos. ¡Esta cultura de complacencia entre clérigos y
laicos tiene que terminar!
Además, hemos fallado en reconocer que la batalla espiritual es real.
Algunos dicen que el Señor ha abandonado a la Iglesia, pero esto no es
verdad. Más bien, hay unos en la Iglesia que han abandonado a Jesús y al
Evangelio. El Papa Francisco habla frecuentemente en sus homilías sobre
el diablo y sus obras. El diablo es real y nos aparta de los caminos de
Jesús y del amor del Padre. El diablo utiliza la confusión, el caos, el
desánimo y los pensamientos negativos para alejarnos de Jesús. Cuando
uno ve la historia de la salvación, ve, comenzando con Adán y Eva,
recorriendo el Antiguo y Nuevo Testamento, y a través de los siglos
hasta ahora, que son los seres humanos los que abandonan los caminos de
Dios. Cuando se abandonan los caminos de Dios, Dios deja que los seres
humanos sigan su rumbo y esto siempre trae consecuencias graves.
Jesús les dice a sus discípulos en Juan 15 que “separados de mí nada
pueden hacer” y posteriormente nos dice que, si nos separamos de la vid,
Jesús, nos secaremos. Quizá la razón de nuestras Iglesias vacías, el
drástico declive de fe en Europa y el Occidente, la aniquilación de
muchas órdenes religiosas y la crisis de abuso sexual, es que no estamos
adheridos a Cristo, la verdadera vid. En el centro de la crisis de hoy
se encuentra una crisis espiritual que depende más en la solución del
hombre que en el Evangelio y en Jesús. El precio del discipulado es real
e incluye el morir a nosotros mismos, una entrega total a Jesús, quien
nos ama y desea solamente nuestro bien y alegría (Lc 9, 23-26; Lc 14,
25-35; Mt 16, 24; Jn 15, 11).
Por tanto, nuestra respuesta a esta complacencia debe ser un retorno a
los caminos de Dios, quien dispone la senda de gracia que nos preserva
de los peligros verdaderos del pecado y de los ataques del maligno. El
Padre nos ha dado a su hijo Jesús, las Bienaventuranzas, los Evangelios,
la verdad y sus mandamientos por amor a nosotros, para mantenernos por
la senda estrecha del amor. Él es misericordioso en todo lo que nos ha
dado. La caridad y la verdad siempre han de ir unidas. Un discípulo
nunca ha de conducir a nadie al pecado o consentirlo. ¡Jesús nunca
consintió el pecado! Al contrario, enseñó que para los impenitentes la
consecuencia de no arrepentirse es el infierno (Mc 9, 42; Lc 17, 1-4).
Así como un padre de familia proporciona límites para sus hijos por su
propio bien, el Señor también nos los ha proporcionado.
Todos los que estamos en la Iglesia, incluyendo al Santo Padre, a los
cardenales, obispos, presbíteros, diáconos, consagrados y laicos,
debemos examinar nuestras conciencias y preguntarnos: ¿Verdaderamente
conozco, amo y sirvo al Padre, a Jesús y al Espíritu Santo? y, ¿sigo los
caminos de Jesús o los caminos del mundo? En la formación de mi
conciencia, ¿escucho la voz de Dios, la voz del mundo o mi propia voz?
y, ¿examino la voz que escucho para asegurarme que está de acuerdo al
Evangelio? ¿He puesto mi fe en Jesucristo personalmente y, en este
tiempo de tribulación, mantengo mi mirada fija en “Jesús, que inicia y
lleva a la perfección la fe” (Heb 12, 2)? ¿Sé de dónde provengo, que
Dios me ama y que me conocía desde antes de haber nacido (Sal 139)? ¿Sé a
dónde voy, que soy creado para la vida eterna y para conocer al Padre
como Jesús lo conoce (Jn 8, 14)? ¿Creo verdaderamente que la intimidad
con Jesús puede sanar las heridas de mis pecados, mis debilidades o mi
quebrantamiento? Y finalmente, como Jesús recuerda con frecuencia a sus
discípulos en Juan 14 y 15, aquellos que lo aman guardan los
mandamientos, así como él ha guardado los mandamientos del Padre: ¿Hago
yo esto?
El Papa Francisco y cada papa desde el Beato Pablo VI nos han llamado
a un encuentro más profundo con Jesucristo. Este encuentro nos lleva a
la fe en Jesucristo y a una relación profunda y personal con Él, quien a
su vez nos dirige al Padre y al Espíritu Santo. Su deseo es que cada
discípulo sea uno con el Padre y con Él. Ya una vez que pongamos nuestra
fe en Jesús, lo amemos y cumplamos los mandamientos, el Padre y el Hijo
harán morada en nuestros corazones (Jn 14, 23). Cada uno de nosotros
debe orar para tener una fe más profunda en Jesús cada día, la fe que
mueva montañas (Mt 17, 20) y que nos convierta en discípulos misioneros.
Con Dios “todo es posible” (Mc 10,27) y eso incluye el perdón de
nuestros pecados, la sanación de nuestras heridas, el hacernos santos y
vivir una vida de santidad y virtud, incluyendo la castidad. Y esto me
lleva a otro aspecto importante de esta crisis.
El cardinal DiNardo señaló en su declaración que “la Iglesia está
sufriendo de una crisis de moralidad sexual” y no es solo la Iglesia, es
el mundo. Lamentablemente, demasiados clérigos y laicos han escuchado
más al mundo que a Cristo y a la Iglesia al tratarse de la sexualidad
humana. Las consecuencias de un planteamiento mundano de la sexualidad
se hacen evidentes en la distorsión de este precioso don y en la
confusión sobre la sexualidad, que aumenta diariamente.
A lo largo de los siglos las enseñanzas de la Iglesia sobre la
sexualidad humana han sido claras. San Juan Pablo II ayudó tremendamente
con su mensaje positivo acerca de la Teología del Cuerpo. Asimismo,
aquellos que han recibido las enseñanzas de la Iglesia y que han sido
acompañados de una manera amorosa y misericordiosa, ya sean jóvenes o
ancianos, han testificado la verdad que contienen estas enseñanzas; así
como también la curación, la libertad y la alegría que esto trae. Esto
se puede ver en mucha gente joven a quien he encontrado a través del
programa de la Comunidad de Estudiantes de la Universidad Católica
(FOCUS por sus siglas en inglés n.d.t), a aquellos que hacen parte del
Camino Neocatecumenal, a aquellos que han compartido iniciativas
como Living Water o los retiros de Courage, o para quienes han
participado de los grupos de Sexoadictos Anónimos. Su testimonio,
alegría y libertad son reales y esto abraza la verdad que de quiénes son
ante los ojos de Dios. El Dios que cura y que restaura el orden.
En medio de la oscuridad de la revolución sexual y todo lo que esto
ha traído, la Iglesia debe, de manera decisiva, retornar a la verdad,
dignidad y belleza de la sexualidad humana.
Debemos enseñar que cada acto sexual que tiene lugar fuera del
matrimonio entre un hombre y una mujer no está de acuerdo con el plan
que Dios tiene para nuestra felicidad. Cuando uno separa en el acto
sexual el aspecto procreativo del unitivo, casi cualquier acto sexual
está justificado. El beato Pablo VI puntualizó en la encíclica Humanae
Vitae que esta separación ha tenido y seguirá teniendo consecuencias
negativas en la Iglesia y la sociedad.
Nosotros también debemos enseñar que, de acuerdo con las Sagradas
Escrituras y la tradición, “los actos homosexuales están intrínsecamente
desordenados”. Ellos son contrarios a la ley natural y “no proceden de
una verdadera complementariedad afectiva y sexual” (Catecismo de la
Iglesia Católica, 2357).
También debemos asegurarnos de formar de manera cuidadosa a los
seminaristas, así como lo hemos hecho en la arquidiócesis por largo
tiempo. Sin embargo, todos los seminarios necesitan dedicarle una
atención especial a la formación de nuestros futuros sacerdotes, a su
educación en la castidad, para que ellos puedan desarrollar una
auténtica madurez y acoger el celibato por el Reino de los Cielos,
respetando y fomentando el significado nupcial de sus cuerpos (Pastores Dabo Vobis, 44). La castidad es un gran bien y necesita ser vivida.
La revolución sexual que está ocurriendo en nuestra cultura, la cual
dice básicamente “todo vale si los adultos lo aceptan”, no es el camino
de Dios y solo nos conduce a donde estamos hoy. Debemos estar dispuestos
a acompañar a las personas a la verdad de Jesucristo, que los hará
libres para vivir las virtudes, que traen verdadera libertad, paz y
alegría.
Para concluir, pido que todos nosotros recordemos orar y estar cerca
del corazón de Jesús, pedir la humildad de Jesús y el don del amor a los
demás, así como Jesús amó (Jn. 13, 34). Cada discípulo debe orar para
tener el don de la fe y una confianza más profunda en Jesús, y de manera
especial en su poder sanador. Debemos orar por todas las víctimas de
abuso sexual hoy en nuestra cultura, por su sanación y por su encuentro
con el Señor Jesús, quien puede traerles sanación.
Debemos orar por el clero de la Iglesia, por el Papa, los cardenales,
obispos, presbíteros y diáconos, para que el Espíritu Santo, quien
avivará los dones que les ha otorgado, los ayude a ser fieles a Cristo y
al Evangelio y a ser verdaderos siervos de los fieles con el corazón de
Cristo. Debemos orar por la Iglesia nuestra Madre, que es santa, aunque
tenga pecadores en medio de ella y sufra por las ofensas de todos sus
miembros.
Oremos por la virtud de la esperanza, para que lleguemos a la
conciencia de que podemos hacer todas las cosas en Cristo quien nos da
la fuerza para ser santos (Flp 4, 13). Pidamos por el don de la piedad,
para que podamos comportarnos verdaderamente como hijos de Dios y
reverenciemos nuestros cuerpos y los de los demás como templos del
Espíritu. Pidamos la gracia de tener corazones puros (Mt 5, 7).
Finalmente, como aquellos que pertenecemos a Jesús, debemos orar por
nuestros enemigos y por aquellos que nos persiguen. No debemos desear el
mal o buscar la venganza para los demás. (Pr 24, 29; Mt 5, 44-48; Col
3, 13; Rom 12, 19-21).
Cada ser humano es un pecador que Dios ama y tiene necesidad de la
misericordia de Jesús. Jesús perdonó a cada ser humano desde la Cruz
cuando dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Sin
importar cuán enorme sea el pecado, el Señor está dispuesto a
perdonarnos si nos convertimos y creemos en la Buena Nueva (Mc 1, 15).
Este perdón, como su amor, debe ser recibido. Él nos recuerda ser
misericordiosos como su Padre es misericordioso y que el Padre ama tanto
a los justos como a los pecadores (Mt 5, 44-48). ¡En este tiempo de
oscuridad, pongamos nuestra fe, confianza y amor en Jesús quien es
nuestro salvador y redentor, quien es aquel que nos liberará y para que
vivamos en su verdad y su luz!
Con el amor de Jesucristo, el Buen Pastor,