Don Elías Yanes ha pasado de este mundo a
la casa del Padre celestial. Después de una vida de generoso e
incansable servicio a la Iglesia y a la sociedad española, el Señor lo
ha llamado a su presencia. Por mi intensa relación personal con él,
durante trece años de mi vida, puedo afirmar que, desde la constante
contemplación del rostro de Jesucristo, en quien creía y esperaba,
Monseñor Yanes fue un hombre de bien, un cristiano cabal, un obispo
auténtico, incapaz de hacer daño a nadie conscientemente y siempre
dispuesto a restañar las heridas abiertas en los demás.
Sus
intervenciones públicas, sus escritos y sus propuestas pastorales
destilan un profundo sentido evangélico y dan testimonio de su gran
sabiduría, de la sabiduría de Dios. La vida trinitaria ha sido el punto
de partida y el foco luminoso que ha guiado su vida y su quehacer
pastoral. La constante meditación de la Sagrada Escritura le ayudó a
ahondar en el amor del Padre, manifestado en Jesucristo por la acción
del Espíritu Santo, y le impulsó a mostrar con palabras y obras la
comunión de vida y amor entre las tres personas de la Santísima
Trinidad.
A la meditación del misterio Trinitario dedicó cada día
largos espacios de tiempo, en la oración personal y en los momentos de
estudio. Con profunda humildad y con cierta timidez, ofreció sus
experiencias y vivencias espirituales en la predicación, en los retiros,
en los ejercicios espirituales y en las publicaciones escritas para
ayudar a todos, de este modo, a entrar en las profundidades de la
intimidad con Dios.
Desde la comunión con la Trinidad, Don Elías
ha desarrollado una intensa labor de acompañamiento espiritual, de
orientación y discernimiento, a cuantos se acercaban a su persona. Vivió
pobremente, sin exigir nunca nada para sí, despreocupado del dinero,
del vestido y de la comida. Centrado en Dios, en el estudio y en el
trabajo pastoral, sabía poner en un segundo plano aquellas necesidades
vitales, a las que muchos dedicamos excesiva atención y tiempo.
Durante
los años de la transición política en España y en otros momentos,
especialmente delicados en las relaciones entre la Iglesia y el Estado,
supo asumir la cruz de la incomprensión por defender la libertad de
enseñanza y la independencia de la Iglesia de los poderes públicos. Con
su gran mansedumbre, no escatimó sacrificios ni reuniones para acoger
las opiniones de los demás, para ofrecer las propias reflexiones y para
colaborar en la confección de algunos documentos de la Conferencia
Episcopal que, a pesar del paso de los años, mantienen plena vigencia.
Como
hombre profundamente eclesial y buen conocedor de los documentos del
Concilio Vaticano II, vivió siempre preocupado para la acción
evangelizadora de la Iglesia y por la necesidad de encontrar caminos
novedosos para impulsar la nueva evangelización. Tenía muy claro que
ésta no sería posible sin un laicado bien formado y con profunda
experiencia de Dios. A la preparación de materiales para la formación de
los laicos, en estrecha colaboración con sacerdotes y laicos, a quienes
quería profundamente, dedicó mucho tiempo de su ministerio pastoral,
especialmente después de serle aceptada la renuncia por edad al gobierno
de la archidiócesis de Zaragoza.
En su servicio pastoral, buscó
sin desfallecer nuevos caminos para la evangelización y formuló
propuestas concretas y clarividentes para llevarla a cabo. Tanto en las
diócesis, en las que ejerció el ministerio episcopal, como en las
reuniones de la Conferencia Episcopal Española, de la COMECE o del CCEE
sus ponderadas y sabias aportaciones, centradas en lo fundamental y
abiertas al futuro, eran siempre esperadas, reconocidas y valoradas por
sus hermanos.
De él se puede decir que no dejó de sembrar la
semilla del Evangelio en ningún momento de su vida. A tiempo y a
destiempo fue depositando el grano en el surco, esperando que, por la
acción del Espíritu Santo y con el paso de los días, la siembra daría su
fruto. Como consecuencia de tantos esfuerzos, dedicación y sacrificios,
sus fuerzas físicas fueron decayendo paulatinamente hasta que su gran
corazón dejó de latir. Descanse en paz el buen pastor, el amigo fiel, el
servidor solicito de su rebaño.