Así reza el lema de su escudo
episcopal. Y sin duda, este ha sido el ideal de toda su vida. Era muy niño cuando
salió con la ropa puesta de la casa del Molino de su abuelo, junto al río Eria,
en la verde vega de Morales del Rey, pequeño municipio de la castellana provincia
de Zamora, para visitar el Seminario de Astorga, donde ya se quedó para siempre
y desde donde emprendió su camino de respuesta a Jesucristo, su Señor, Aquel
que desde antes de nacer le tenía reservada la misión de ser eslabón en la
cadena de los sucesores de los apóstoles, pastor de su pueblo.
“Acordaos de vuestros guías, que
os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su
fe” (Heb 13, 7). Hoy, al recordar de la vida de D. Rafael, me viene a la
memoria como un caudal abundante, innumerables experiencias, anécdotas,
palabras que hablan de toda una existencia entregada a la causa de Jesús y al
servicio de su Iglesia. Sí, estos han sido sus dos grandes amores: Jesucristo y
la Iglesia. Pasión que dejó grabada en su corazón quien fue como su padre y maestro,
el cardenal D. Marcelo González Martín. Servir a Cristo y a la Iglesia. A ellos
entregó todo su ser sin ahorrarse nada, olvidado de sí mismo y con fidelidad
imperturbable. Consciente que esa era la misión que se le había encomendado y
que daba sentido a todo su ser. Sin vacilaciones, estrategias, ni vuelta atrás;
con decisión, como buen castellano que no entiende de rodeos sino de decir solo
sí o no permaneciendo fiel hasta el final. Porque como a él le gustaba decir
citando de memoria parte del diálogo entre Ignacio y Francisco Javier, de la
obra de Pemán El Divino impaciente: “No hay virtud más eminente que el hacer sencillamente lo que tenemos que hacer”.
Responder
con generosidad a la llamada de Dios le llevó a descubrir muchos lugares donde
la Iglesia le pidió que sirviera: Astorga, Roma, Barcelona, Toledo, Palencia, Orihuela-Alicante…
En todos ellos entregó lo mejor de sí amando con celo de esposo a cada Iglesia
que se le confiaba. Sin duda, los sacerdotes ocuparon un lugar especial en su
corazón de obispo, por los que se preocupaba y visitaba en cuanto sabía de
cualquier necesitad en la que pudiesen encontrarse. El Seminario… ¡Cómo soñaba
con que el de nuestra Diócesis hubiese podido llegar a alcanzar la cifra de los
casi mil seminaristas que tuvo como profesor en La Bañeza! Amaba la vida
consagrada y con predilección a las contemplativas, por hacer con su oración
palpitar el corazón de la Iglesia; los enfermos, a los que dedicó muchos años
de atención desde la Comisión de Pastoral de la Salud de la Conferencia
Episcopal, promoviendo campañas de sensibilización para la mejora de su situación
y servicio. En este ámbito recuerdo también con qué intensidad vivía cada año
las peregrinaciones diocesanas a Lourdes. Y los pobres. D. Rafael era incapaz
de encontrarse con alguna persona necesitada por la calle ante ante quien no se
detuviese con ternura y entablase diálogo ofreciéndole, además de palabras de
ánimo y esperanza, todo lo que llevase en ese momento en sus bolsillos o,
cuando no tenía, tomándolo prestado de los bolsillos del que le acompañara.
Puede que muchos de los que estáis leyendo estas letras ignoréis que, en los
días más señalados del año, así como el de Nochebuena, a D. Rafael le gustaba
salir por la noche de incógnito a recorrer los bajos del Estadio Rico Pérez, la
antigua estación de autobuses del centro de Alicante, las fábricas abandonadas
de la periferia habitadas por inmigrantes o cajeros automáticos donde muchos
sin techo pasan la noche, con quienes compartía un vaso de café o leche
caliente, algunos dulces, mantas, alguna piadosa estampa, incluso los propios
zapatos que acababan de regalarle.
D.
Rafael fue un hombre de profunda fe y devoción a Jesús Eucaristía, conforme al
estilo de su santo antecesor en la sede de Palencia, Manuel González, el obispo
de los sagrarios; con quien ha compartido su último deseo: “Pido ser enterrado junto a
un sagrario, para que mis huesos, después de muerto, como
mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que
pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!”. Del
amor a la Eucaristía, presencia real del Señor que vivifica la Iglesia, su
empeño personal por colocar a Jesús en el centro, incluso geográfico, de la
vida de la Iglesia Diocesana, inaugurando cinco capillas de adoración perpetua
en cada una de sus vicarías.
Sobresalió por su profunda
devoción a la Virgen María, a quien diariamente se confiaba como hijo que sabe
que su Madre nunca le ha de fallar. Con frecuencia recitaba las palabras de la
Virgen de Guadalupe al indio San Juan Diego: “No se turbe tu corazón, a nada temas. ¿Acaso no estoy aquí yo, que soy tu madre?”. Ni un solo día dejo de
recitar no una, sino dos o tres, las veces que el tiempo le ofreciese la
oportunidad, “el Rosarito” a la Virgen, como solía decir cariñosamente,
poniendo en manos de la Blanca Señora, la persona e intenciones del Papa, de su
Diócesis, de todos aquellos que se encomendaban a su oración.
Fácilmente
me imagino ahora a D. Rafael paseando por el cielo y de charla con sus santos
favoritos de los que ya he citado algunos. Pero además de los mencionados, san
José, del que era especialísimo devoto y propagador; Agustín de Hipona, Rafael
Arnaiz, Juan Pablo II, etc. Junto a otros muchos amigos todavía no canonizados
como D. Marcelo, su paisano el trapense padre Damián, su querido D. Patricio,
con nuestro D. Ilde, D. Fernando Rodríguez o el padre Berenguer... Seguro que
D. Rafael no desaprovechará un solo instante de su vida nueva para interceder
por todos aquellos a los que amó y sirvió como fiel amigo de Jesús, Buen
Pastor. A Él elevamos nuestra oración por su eterno descanso. Que Aquel a quien
hizo presente en la mesa de su Iglesia le haga gozar ahora y para siempre del
banquete del cielo. Descanse en paz.