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Portada:: Habla el Obispo:: Cardenal Carlos Osoro Sierra:: La re­vo­lu­ción que nos em­pu­ja a amar

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Cardenal Car­los Oso­ro,




La re­vo­lu­ción que nos em­pu­ja a amar

Wed, 03 Jan 2018 04:27:00
 

Aca­ba­mos de ce­le­brar la Na­vi­dad y va­mos a co­men­zar un nue­vo año. El na­ci­mien­to de Je­su­cris­to nos in­vi­ta a que nos de­jé­mo­nos en­vol­ver por esa fuer­za de amor que vie­ne de Dios que se ha he­cho pre­sen­te en­tre no­so­tros, que ha to­ma­do ros­tro, que ha ca­mi­na­do en­tre no­so­tros, que nos sal­va y nos de­vuel­ve la dig­ni­dad a los hom­bres. Su amor nos em­pu­ja a amar: sea­mos cons­cien­tes de que so­mos hi­jos de Dios y, por ello, her­ma­nos de to­dos los hom­bres. Vi­vir así sig­ni­fi­ca te­ner la dig­ni­dad del Se­ñor, de hijo de Dios. Una dig­ni­dad que cre­ce y se desa­rro­lla en la me­di­da que nos va­mos en­con­tran­do más y más con Él: sal­va­dos por el Amor, sal­va­mos y vi­vi­mos de su amor. No ven­dría mal que hi­cié­se­mos esta ora­ción para co­men­zar el año nue­vo: Se­ñor, yo creo que tu amor li­be­ra, sal­va y de­vuel­ve la dig­ni­dad a los hom­bres; tu amor nos da es­pe­ran­za y ca­pa­ci­dad para vi­vir como her­ma­nos que se co­no­cen y se ayu­dan, que ti­ran las ar­mas que des­tru­yen la vida y la con­vi­ven­cia. Creo, Se­ñor, que so­la­men­te tu amor pue­de dar y al­can­zar la ver­da­de­ra dig­ni­dad, pues para ti to­dos los hu­ma­nos so­mos igua­les y quie­res que sal­ga­mos al mun­do can­tan­do el mis­mo himno con el que tú ini­cias­te tu pre­sen­cia en esta tie­rra. «Glo­ria a Dios en el cie­lo y paz en la tie­rra a los hom­bres que ama el Se­ñor».

Esta­mos dis­pues­tos a en­trar en to­das las si­tua­cio­nes con el amor mis­mo de Dios? Ese amor que Dios nos ha mos­tra­do en su Hijo, que se hizo pre­sen­te en el mun­do y para na­cer ni si­quie­ra tuvo una po­sa­da, sino que na­ció en una cue­va. Allí co­men­zó la re­vo­lu­ción que siem­pre em­pu­ja al hom­bre a amar, co­men­zó la re­vo­lu­ción de la ter­nu­ra. Quie­nes pri­me­ro lo per­ci­bie­ron fue­ron Ma­ría y José, tam­bién los pas­to­res y los Ma­gos de Orien­te que an­da­ba bus­can­do el Ca­mino, la Ver­dad y la Vida. Sea­mos va­lien­tes, en­tre­mos en to­dos los pro­ble­mas con el amor de Dios: en la fa­mi­lia, en­tre los pue­blos, en las di­vi­sio­nes y rup­tu­ras, en la de­fen­sa de la vida, en la de­fen­sa de los más vul­ne­ra­bles, en la de­fen­sa de los emi­gran­tes y en la de­fen­sa del de­re­cho que todo hom­bre tie­ne a te­ner un tra­ba­jo y así po­der sus­ten­tar a una fa­mi­lia, en el de­re­cho  a po­der pa­sear por el mun­do que Dios hizo para to­dos…

En es­tos días pre­vios al inicio del año, me gus­ta­ría de­cir cómo po­de­mos acer­car­nos y vi­vir del amor de Dios y man­te­ner viva la re­vo­lu­ción que nos em­pu­ja a amar. Tres pa­la­bras tie­nen que en­trar a for­mar par­te de nues­tra gra­má­ti­ca exis­ten­cial: ado­rar, aco­ger e ir (sa­lir).

1. Ado­rar a Je­sús nos em­pu­ja a amar: he­mos de cul­ti­var en es­tos mo­men­tos de la vida y de la his­to­ria de los hom­bres la vida in­te­rior. Ha­ble­mos al Se­ñor con con­fian­za, ha­gá­mo­nos ni­ños, ha­ga­mos ora­ción, ha­ble­mos de no­so­tros, de los hom­bres, de las si­tua­cio­nes en las que no es el amor lo que pre­ci­sa­men­te so­bre­sa­le, y abra­mos tam­bién nues­tro co­ra­zón. Ha­ble­mos al Se­ñor de co­ra­zón. Cul­ti­var la vida in­te­rior es cul­ti­var la ora­ción, el diá­lo­go con Dios. Quie­ro ad­ver­ti­ros de algo que los san­tos nos han di­cho unos a ve­ces con pa­la­bras y otras tan­tas con su vida: re­zan­do se con­si­gue de Dios el amor. Y es así como lo de­rra­ma­mos so­bre este mun­do. Los hom­bres y mu­je­res que más han ama­do y han ver­ti­do el amor de Dios so­bre los de­más, con obras y no so­la­men­te con pa­la­bras, son los que más se han de­di­ca­do a ado­rar, es de­cir, a re­zar, a ha­cer ora­ción, a ha­blar con Dios. La ora­ción es de­te­ner­se con Dios y es­tar con Él, de­di­car­se sim­ple­men­te a Él. Dar es­pa­cio al Se­ñor en nues­tra vida es lo que po­si­bi­li­ta te­ner el amor de Dios. Ado­re­mos al Se­ñor, ten­ga­mos in­ti­mi­dad con Él. Ello nos da ale­gría, paz, di­suel­ve pe­nas y nos em­pu­ja a amar. ¿Qué es la ado­ra­ción en­ton­ces? Po­ner­nos ante el Se­ñor con res­pe­to, cal­ma, si­len­cio, con­fian­za, dán­do­le a Él en nues­tra vida el pri­mer lu­gar y aban­do­nán­do­nos en­te­ra­men­te a su per­so­na, de­jan­do que nues­tras co­sas va­yan a Él: per­so­nas, ne­ce­si­da­des, pro­ble­mas… Quien ado­ra se lle­na del Se­ñor y se abre a to­dos, sean quie­nes sean.

2. Aco­ger a Je­sús nos em­pu­ja a amar: aco­ger es mu­cho más que ha­cer. Es la dis­po­si­ción no so­la­men­te de ha­cer si­tio a al­guien, sino de es­tar dis­po­ni­bles, dis­pues­tos a dar­se siem­pre a los de­más. Don­de me­jor se com­pren­de lo que es la aco­gi­da es en el mis­te­rio de Be­lén. Hay que re­di­men­sio­nar el pro­pio yo, hay que en­de­re­zar la pro­pia ma­ne­ra de pen­sar, de en­ten­der la vida. ¡Cuán­tas ve­ces nos en­con­tra­mos vi­vien­do nues­tra vida como pro­pie­dad pri­va­da! Y eso no es nues­tra vida. No so­mos pro­pie­dad pri­va­da, nues­tro tiem­po no nos per­te­ne­ce. ¿No veis a Dios en Be­lén des­pren­der­se de todo? Así no­so­tros he­mos de co­men­zar un des­pren­di­mien­to de todo lo que yo creo que es mío y re­sul­ta que es del Se­ñor: mi tiem­po, mi des­can­so, mis de­re­chos, mis pro­gra­mas, mi agen­da… Quien aco­ge re­nun­cia al yo y hace en­trar en la vida al tú y al no­so­tros. Y co­mien­za a en­ten­der que lo mis­mo que Je­sús vino a este mun­do para aco­ger y acom­pa­ñar sin que­jar­se, para crear paz y con­cor­dia, re­ga­lar la co­mu­nión, sem­brar la vida de ge­ne­ro­si­dad y paz aún cuan­do no sea co­rres­pon­di­do, así he­mos de vi­vir no­so­tros.

3. Sa­lir como Je­sús nos em­pu­ja a amar: el amor siem­pre es di­ná­mi­co, sale de sí mis­mo. Nun­ca el amor nos dis­po­ne a que­dar­nos mi­ran­do, el amor hace que dis­pon­ga­mos nues­tra vida a ir, a sa­lir. De he­cho, quie­nes fue­ron a Be­lén y se en­con­tra­ron con Je­sús, ver­da­de­ro ros­tro del amor, sa­lie­ron. Con­tem­plad a Ma­ría y José en el si­len­cio, a los pas­to­res anun­cian­do a Je­sús con sus cán­ti­cos, a los Ma­gos vol­vien­do por otro ca­mino pues ha­bían sido em­pu­ja­dos por el amor del Se­ñor y no qui­sie­ron vol­ver a He­ro­des, que era ca­mino de muer­te. Si­tuar­nos jun­to al Be­lén es lle­nar­nos de amor y sa­lir en bús­que­da de to­dos los hom­bres a anun­ciar­lo.









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