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Cardenal Ricardo Blázquez Pérez




Dos ancianos, testigos de la esperanza

Mon, 31 Jan 2022 07:42:00
 
Cardenal Ricardo Blázquez Pérez, Arzobispo de Valladolid
Cardenal Ricardo Blázquez Pérez

CAMINEO.INFO.- A los cuarenta días de Navidad celebramos el dos de febrero la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo. Llevado por José y María fue recibido por el anciano Simeón y la profetisa Ana, también anciana. Navidad y Manifestación (epifanía) son inseparables, ya que el Hijo de Dios nació y se dio a conocer. Dios se ha hecho visible en Jesús por quien nos ha hablado (cf. Jn. 1, 18; Heb. 1, 1-2; 1 Jn. 1, 1-4). Los pastores encontraron al Niño recostado en un pesebre y junto a Él María y José en la noche de Belén; más tarde se manifestó a los magos venidos de Oriente; el tiempo de Navidad termina litúrgicamente con el Bautismo de Jesús en que una voz del cielo proclama: Tú eres mi Hijo; y en la Presentación movidos por el Espíritu Santo los dos ancianos se encuentran con el Señor. Antes de la reforma promovida por el Concilio Vaticano II el tiempo litúrgico de Navidad llegaba hasta esta fiesta; por ello en algunos lugares el “nacimiento” se puede contemplar hasta la Presentación, como en la Plaza de San Pedro en Roma. Navidad y Epifanía son inseparables; en el silencio nace el Señor, se manifiesta y lo recibimos en la fe. Simeón tomando en brazos al Niño, bendijo a Dios porque había visto al Salvador, “luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc. 2, 32). Y Ana, avanzada en años “hasta los ochenta y cuatro”, “alababa también a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén” (Lc. 2, 38). Dios da a conocer a su Hijo por un ángel, por una estrella, por una voz del cielo, por el Espíritu que movió a Simeón y a Ana. Los dos ancianos se alegran en el Señor y como testigos se hacen lenguas del Niño, anunciando el misterio de Jesús.

La esperanza en Dios, que no defrauda (cf. Rom. 5, 5) y que cumple sus promesas, mantuvo sin desfallecer la esperanza de los dos ancianos, representantes de la esperanza secular de Israel y también de la búsqueda de la humanidad. Los magos venidos de lejos, de Oriente, oteaban las señales de Dios, las interpretaron y se pusieron en camino hasta el lugar donde estaba el Niño, a quien adoraron y ofrecieron sus dones. A Simeón y Ana cargados de años y de experiencias de la vida, con sus gozos y sufrimientos, con sus luces y sombras, sostuvo la luz de la esperanza. El paso de los años no avinagró ni amargó su corazón; no se sintieron decepcionados en su larga espera. Son dignos de admiración estos ancianos, con el rostro y las manos arrugados, debilitadas las fuerzas por el peso de los años, pero con un corazón habitado por la esperanza. Probablemente nos hemos encontrado también nosotros con ancianos que transmiten la sabiduría aprendida a lo largo del tiempo, testifican una esperanza sin marchitar y animan a los cansados y a los que están de vuelta de todo. ¡Qué alegre es la esperanza y qué triste la desesperación! Si Dios no llena la vida, todo es vaciedad.

¿En qué se apoya la esperanza de aquellos ancianos del Evangelio? Se fiaron de Dios y de sus promesas; Dios bueno y fiel, amigo del hombre y poderoso es manantial inagotable de ánimo. La lámpara de la esperanza se nutre de un aceite especial, que no es simplemente lo que a veces llamamos “positividad”, ni optimismo, ni temperamento jovial, ni el hecho de que las cosas salgan a pedir de boca ni porque el hecho haya coronado sus proyectos. La esperanza se va purificando en el crisol de las pruebas y fracasos. La esperanza puede tener sus crisis, sus horas bajas y padecer ante la dureza de la meta, pero la esperanza se apoya en Dios, que nunca defrauda. La esperanza arraigada en el Señor supera desengaños y frustraciones, cansancios y desencantos. Simeón y Ana, esos testigos perseverantes en la esperanza, tienen un mensaje inolvidable también para nosotros hoy, que sufrimos déficit de esperanza.

Desde hace casi dos años venimos siendo acosados por la pandemia del Covid-19. Amenaza a la humanidad entera, nadie está totalmente inmunizado; y únicamente con la solidaridad universal, uniendo investigación y sentimientos, manos, esfuerzos y generosidad podemos vencerla. Ninguna persona de cerca y de lejos debe quedar al margen, ya que a todas las puertas llama, como escribió Horacio el poeta romano: “Visita los palacios de los reyes y las chozas de los pobres”. La pandemia ha hecho aflorar la bonhomía de tantos habitualmente escondida. La dedicación particular del personal sanitario ha avalado la calidad de su servicio. La situación de peligro ha mostrado nuestra fragilidad y ha hecho palpar al hombre que no es “dios”, que su vida es débil, que frente a la pretendida “omnipotencia” no deja de ser una “caña débil” (Pascal).

En este contexto vital compartido por todos descubrimos cómo la esperanza tiene también una dimensión trascendente. Recibimos la vacunación y nos abrimos al Misterio. No hay por qué hacer incompatibles la vacuna y la oración, el recurso a la ciencia y la confianza en Dios. No hay oposición entre la fe y la razón, ya que ambas son como las dos alas con las que el hombre levanta el vuelo hacia la verdad, hacia el auténtico sentido de la vida. Mirando los cristianos a Jesucristo crucificado y resucitado, podemos vivir esperanzadamente la situación marcada por la cruz y el deseo de liberación. Es fuente de serenidad para el hombre sintonizar con la voluntad inescrutable de Dios en todos los tiempos y en todas las etapas de la vida. Hay incertidumbres y hay también seguridad; una Mano omnipotente nos sostiene y muchas manos generosas nos cuidan; el mismo Dios suscita en el corazón de las personas capacidad para amar, perdonar y para ayudar a otros en sus indigencias. No perdamos la esperanza de superar la pandemia a pesar de sus idas y venidas, con sus variantes y olas, con sus amenazas y respiros; la esperanza en Dios no defrauda y en la humanidad hay resortes, que proceden de la buena creación de Dios, que nos guiarán en la oscuridad y nos ayudarán a salir del túnel, que nos fatiga y agobia.

La historia de Israel y la vida de los ancianos Simeón y Ana están tendidas entre la promesa de Dios y su cumplimiento. Dios actúa en la historia y por ello contamos con El en la pandemia también. La fe cristiana está radicada entre la memoria y la esperanza; no es un mito ni un cuento entre doloroso y feliz, no es una utopía proyectada por el hombre para movilizar sus sueños hacia el futuro. Nosotros hacemos memoria de las acciones de Dios y le pedimos que no nos olvide, que nos libre de todos los males y peligros. La Eucaristía es memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo, que celebramos según nos mandó en conmemoración suya; y en la misma Eucaristía pedimos que se acuerde de su Iglesia, que tenga misericordia de nosotros cuando palpamos el dolor y la soledad, que recuerde a nuestros hermanos difuntos. Memorial de lo que el Señor realizó y súplica a Dios para que no nos deje en la estacada se enlazan en la historia de la salvación con un pasado del que hacemos memoria y un futuro ante el cual ejercitamos la esperanza.









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