CAMINEO.INFO.- A los cuarenta días de Navidad celebramos
el dos de febrero la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo.
Llevado por José y María fue recibido por el anciano Simeón y la
profetisa Ana, también anciana. Navidad y Manifestación (epifanía) son
inseparables, ya que el Hijo de Dios nació y se dio a conocer. Dios se
ha hecho visible en Jesús por quien nos ha hablado (cf. Jn. 1, 18; Heb.
1, 1-2; 1 Jn. 1, 1-4). Los pastores encontraron al Niño recostado en un
pesebre y junto a Él María y José en la noche de Belén; más tarde se
manifestó a los magos venidos de Oriente; el tiempo de Navidad termina
litúrgicamente con el Bautismo de Jesús en que una voz del cielo
proclama: Tú eres mi Hijo; y en la Presentación movidos por el Espíritu
Santo los dos ancianos se encuentran con el Señor. Antes de la reforma
promovida por el Concilio Vaticano II el tiempo litúrgico de Navidad
llegaba hasta esta fiesta; por ello en algunos lugares el “nacimiento”
se puede contemplar hasta la Presentación, como en la Plaza de San Pedro
en Roma. Navidad y Epifanía son inseparables; en el silencio nace el
Señor, se manifiesta y lo recibimos en la fe. Simeón tomando en brazos
al Niño, bendijo a Dios porque había visto al Salvador, “luz para
alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc. 2, 32). Y
Ana, avanzada en años “hasta los ochenta y cuatro”, “alababa también a
Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de
Jerusalén” (Lc. 2, 38). Dios da a conocer a su Hijo por un ángel, por
una estrella, por una voz del cielo, por el Espíritu que movió a Simeón y
a Ana. Los dos ancianos se alegran en el Señor y como testigos se hacen
lenguas del Niño, anunciando el misterio de Jesús.
La
esperanza en Dios, que no defrauda (cf. Rom. 5, 5) y que cumple sus
promesas, mantuvo sin desfallecer la esperanza de los dos ancianos,
representantes de la esperanza secular de Israel y también de la
búsqueda de la humanidad. Los magos venidos de lejos, de Oriente,
oteaban las señales de Dios, las interpretaron y se pusieron en camino
hasta el lugar donde estaba el Niño, a quien adoraron y ofrecieron sus
dones. A Simeón y Ana cargados de años y de experiencias de la vida, con
sus gozos y sufrimientos, con sus luces y sombras, sostuvo la luz de la
esperanza. El paso de los años no avinagró ni amargó su corazón; no se
sintieron decepcionados en su larga espera. Son dignos de admiración
estos ancianos, con el rostro y las manos arrugados, debilitadas las
fuerzas por el peso de los años, pero con un corazón habitado por la
esperanza. Probablemente nos hemos encontrado también nosotros con
ancianos que transmiten la sabiduría aprendida a lo largo del tiempo,
testifican una esperanza sin marchitar y animan a los cansados y a los
que están de vuelta de todo. ¡Qué alegre es la esperanza y qué triste la
desesperación! Si Dios no llena la vida, todo es vaciedad.
¿En
qué se apoya la esperanza de aquellos ancianos del Evangelio? Se fiaron
de Dios y de sus promesas; Dios bueno y fiel, amigo del hombre y
poderoso es manantial inagotable de ánimo. La lámpara de la esperanza se
nutre de un aceite especial, que no es simplemente lo que a veces
llamamos “positividad”, ni optimismo, ni temperamento jovial, ni el
hecho de que las cosas salgan a pedir de boca ni porque el hecho haya
coronado sus proyectos. La esperanza se va purificando en el crisol de
las pruebas y fracasos. La esperanza puede tener sus crisis, sus horas
bajas y padecer ante la dureza de la meta, pero la esperanza se apoya en
Dios, que nunca defrauda. La esperanza arraigada en el Señor supera
desengaños y frustraciones, cansancios y desencantos. Simeón y Ana, esos
testigos perseverantes en la esperanza, tienen un mensaje inolvidable
también para nosotros hoy, que sufrimos déficit de esperanza.
Desde
hace casi dos años venimos siendo acosados por la pandemia del
Covid-19. Amenaza a la humanidad entera, nadie está totalmente
inmunizado; y únicamente con la solidaridad universal, uniendo
investigación y sentimientos, manos, esfuerzos y generosidad podemos
vencerla. Ninguna persona de cerca y de lejos debe quedar al margen, ya
que a todas las puertas llama, como escribió Horacio el poeta romano:
“Visita los palacios de los reyes y las chozas de los pobres”. La
pandemia ha hecho aflorar la bonhomía de tantos habitualmente escondida.
La dedicación particular del personal sanitario ha avalado la calidad
de su servicio. La situación de peligro ha mostrado nuestra fragilidad y
ha hecho palpar al hombre que no es “dios”, que su vida es débil, que
frente a la pretendida “omnipotencia” no deja de ser una “caña débil”
(Pascal).
En este contexto vital
compartido por todos descubrimos cómo la esperanza tiene también una
dimensión trascendente. Recibimos la vacunación y nos abrimos al
Misterio. No hay por qué hacer incompatibles la vacuna y la oración, el
recurso a la ciencia y la confianza en Dios. No hay oposición entre la
fe y la razón, ya que ambas son como las dos alas con las que el hombre
levanta el vuelo hacia la verdad, hacia el auténtico sentido de la vida.
Mirando los cristianos a Jesucristo crucificado y resucitado, podemos
vivir esperanzadamente la situación marcada por la cruz y el deseo de
liberación. Es fuente de serenidad para el hombre sintonizar con la
voluntad inescrutable de Dios en todos los tiempos y en todas las etapas
de la vida. Hay incertidumbres y hay también seguridad; una Mano
omnipotente nos sostiene y muchas manos generosas nos cuidan; el mismo
Dios suscita en el corazón de las personas capacidad para amar, perdonar
y para ayudar a otros en sus indigencias. No perdamos la esperanza de
superar la pandemia a pesar de sus idas y venidas, con sus variantes y
olas, con sus amenazas y respiros; la esperanza en Dios no defrauda y en
la humanidad hay resortes, que proceden de la buena creación de Dios,
que nos guiarán en la oscuridad y nos ayudarán a salir del túnel, que
nos fatiga y agobia.
La historia de
Israel y la vida de los ancianos Simeón y Ana están tendidas entre la
promesa de Dios y su cumplimiento. Dios actúa en la historia y por ello
contamos con El en la pandemia también. La fe cristiana está radicada
entre la memoria y la esperanza; no es un mito ni un cuento entre
doloroso y feliz, no es una utopía proyectada por el hombre para
movilizar sus sueños hacia el futuro. Nosotros hacemos memoria de las
acciones de Dios y le pedimos que no nos olvide, que nos libre de todos
los males y peligros. La Eucaristía es memorial de la muerte y
resurrección de Jesucristo, que celebramos según nos mandó en
conmemoración suya; y en la misma Eucaristía pedimos que se acuerde de
su Iglesia, que tenga misericordia de nosotros cuando palpamos el dolor y
la soledad, que recuerde a nuestros hermanos difuntos. Memorial de lo
que el Señor realizó y súplica a Dios para que no nos deje en la
estacada se enlazan en la historia de la salvación con un pasado del que
hacemos memoria y un futuro ante el cual ejercitamos la esperanza.