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Cardenal Antonio Cañizares Llovera




EL VERDADERO FUNDAMENTO DE LA ESPERANZA

Sun, 26 Apr 2015 07:10:00
 
Cardenal Antonio Cañizares Llovera, Arzobispo de Valencia
Cardenal Antonio Cañizares Llovera

Con qué realismo sigue resonando, alegre para todos, para creyentes y no creyentes, el anuncio pascual: «Al que vosotros entregasteis, Dios lo resucitó entre los muertos y nosotros somos testigos», les dicen los apóstoles a los jefes del pueblo. ¡Cristo ha resucitado, ha resucitado verdaderamente! 

Éste es el gran mensaje de la Pascua que llena de alegría y trae la paz, y llama a una vida nueva, a una conversión: la de la fe; a una nueva mentalidad: la de la fe; esto es: Dios, que en Jesucristo se ha empeñado en favor del hombre, no lo deja ni lo dejará en la estacada por muy sin salida que se encuentre. El anuncio de la resurrección de Jesús es el verdadero fundamento de la esperanza de la humanidad. En efecto, si Cristo no hubiera resucitado, no sólo sería vana nuestra fe (Cf 1 Co 15, 14), sino también nuestra esperanza, porque el mal y la muerte nos tendrían como rehenes. Sin embargo, con su muerte, Jesús ha quebrantado y vencido la férrea ley de la muerte, extirpando para siempre su raíz ponzoñosa.

Por mucho que tratemos de disimularlo, que nos lo ocultemos, particularmente en nuestros tiempos, la muerte es el mayor enigma de la vida. Si morimos para siempre, todo se lo habría tragado y aniquilado la muerte. No hay desilusión ni decepción que pueda medirse con la de la muerte. Ningún esfuerzo por la justicia o por mejorar la condición humana, ningún amor por feliz que sea, pueden sustraerse a la sombra que sobre ellas echa la muerte. En el fondo, la muerte lo deja todo sin valor y sin fuerza. Pero la ley universal de la muerte no es, aunque parezca lo contrario, el supremo poder sobre la tierra: la muerte no tiene la última palabra. Porque Dios está por la vida. Al resucitar a Jesucristo, ha sido vencida definitivamente la muerte.

Podemos fiarnos incondicionalmente de Dios en cualquier callejón sin salida. La resurrección de Jesús significa que Dios ha actuado, que interviene en la historia, que quiere y puede entrar en este mundo nuestro, en nuestra vida y en nuestra muerte. Ella nos da la certeza de que existe Dios y de que es un Dios de los hombres, el Padre de Jesucristo. En Cristo, Dios, vida y amor, ha triunfado para siempre. La muerte, el odio, la violencia, la injusticia han quedado heridos de muerte de manera definitiva. La resurrección de Jesucristo es la revelación suprema, la manifestación decisiva, la respuesta a la pregunta sobre quién reina realmente, si el mal o el bien, el odio o el amor, la venganza o el perdón, la violencia o la paz, la libertad o la esclavitud, la vida o la muerte. El verdadero mensaje de la Pascua es: Dios existe. Y el que comienza a intuir qué significa esto, sabe qué significa ser salvado, sabe qué significa ser hombre en toda su densidad y verdad, en toda su hondura y en el gozo de ser esa criatura tan maravillosa que Dios ha querido, y como Él la ha querido y la quiere: llamado a la vida, vida eterna, vida plena y dichosa, vida llena de amor, vida divina en él. La resurrección de Jesucristo es la señal última y plena de la verdad de Jesucristo, verdad de Dios y verdad del hombre.


Si Cristo no hubiese resucitado realmente, no habría tampoco esperanza verdadera y firme para el hombre: en el fondo, querría decir, nada más y nada menos, que el amor es inútil y vano, una promesa vacía e irrelevante; que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que sólo cuenta el momento; que tienen razón los pícaros y los astutos, o los que no tienen conciencia. Si Cristo no hubiese resucitado significaría que todo habría acabado con la pasión y el sufrimiento, con la violencia cruel e injusta sufrida, con el vacío de la muerte y la soledad del sepulcro donde todo se corrompe. Pero de ahí no nacería la alegría de la salvación ni de la vida querida por Dios, sino la tristeza irremediable de que no puede triunfar el Amor y la Vida sobre el odio y la muerte.

La resurrección nos abre a la esperanza, nos alienta a ella, nos abre al futuro y señala caminos que nos conduzcan a él, seguir a Cristo, a la vocación que él nos llama nos llena de alegría y esperanza. El hombre no puede dejar de esperar, ni vivir resignado o satisfecho simplemente a lo que hay, a no ser que pague el precio de tanta muerte y miseria, es decir, de mutilarse en su humanidad. Perdida la fe y la esperanza en la resurrección de la carne, de la que es primicia la resurrección de Jesucristo, el cristianismo, de suyo, perdería su fuerza salvadora y se reduciría a una mera ética sin fuerza ni capacidad para aportar las grandes y verdaderas razones para vivir o para ofrecer algo consistente y con vigor para impulsar la renovación de nuestro mundo.

La resurrección no es un fenómeno marginal de la fe cristiana, menos aún un desarrollo mitológico, que la fe hubiera tomado de la historia y del que más tarde haya podido deshacerse sin daño para su contenido: es su corazón, su centro. Perdida la fe y la esperanza en la resurrección, en efecto, todo quedaría reducido a los mitos de Sísifo –mero resignarse a lo que hay–, o de Prometeo –la prepotencia de la fuerza del hombre dejado a sí mismo–, o de Narciso –es decir, la autocomplacencia y el goce efímero egoísta y subjetivista–. Sin la esperanza que brota de la resurrección todo podría quedar reducido al cálculo del hombre y a los poderes de este mundo, todo podría valer con tal de alcanzar las metas siempre efímeras de nuestra tierra.

En estos años se ha debilitado la fe en la resurrección. Es un contrasentido declararse cristiano y negar o dejar a un lado la fe en la resurrección. En el cristianismo lo que lo dice y decide todo es el encuentro personal con Jesucristo «que me amó y entregó su vida por mí», y ahora, resucitado, vive y tiene en su poder las llaves de la muerte y del abismo. Dejarse ganar por este acontecimiento es lo decisivo. No se trata primariamente de una sabiduría ni de una práctica, sino de algo que ocurre efectivamente entre Jesucristo y la persona del cristiano, que lo toma desde su raíz, lo compromete y le renueva desde dentro con una vida nueva.

Así lo entendieron los primeros discípulos que vieron a Jesucristo y lo palparon resucitado. «Pedro, los apóstoles y los discípulos comprendieron perfectamente que les tocaba a ellos la tarea de ser esencialmente y sobre todo los "testigos" de la Resurrección de Cristo, porque de este acontecimiento único y sorprendente dependería la fe en Él y la aceptación de su mensaje. También el cristiano, en la época y en el lugar en que vive, es un testigo de Cristo resucitado: ve con los mismos ojos de Pedro y de los Apóstoles; está convencido de la resurrección gloriosa de Cristo crucificado y por ello cree totalmente en Él, camino, verdad vida, y luz del mundo, y lo anuncia con serenidad y valentía. El "testimonio pascual" se convierte de este modo, en la característica específica del cristiano» (San Juan Pablo II). Su existencia es para dar testimonio de Él en una vida nueva que se rige por el amor; su vivir es llevar a cabo la misma misión de Cristo que ha venido para traer la reconciliación, el perdón y la paz. La señal de Cristo resucitado es la paz, la que Él sólo puede dar, la que surge de la victoria de Dios, del amor y de la vida sobre el odio y la muerte, de la justicia y del perdón sobre la venganza y la injusticia, de la verdad sobre la mentira, de la libertad sobre las cadenas del mal que nos atenazan y esclavizan, de la paz y la reconciliación sobre la guerra o la confrontación. La resurrección de Jesucristo, su primer saludo a los discípulos, ya Resucitado, proclama y entrega la esperanza de la paz, de la paz verdadera asentada en los sólidos pilares del amor y de la justicia, de la verdad y de la libertad. Que la paz del Resucitado esté con todos.







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