Predican la fe en un país que ha sido cuna de santos, pero que ahora
es cada vez más ajeno a sus raíces cristianas. En España hay unos 1.500
sacerdotes extranjeros (en torno al 9% del total), según las
estimaciones que maneja la Conferencia Episcopal.
Vienen y se afincan aquí por motivos variados. Unas veces llegan para
aminorar la despoblación de los seminarios, desolados por los efectos de
una secularización acelerada. En otras ocasiones
vienen para ampliar estudios. «Las causas son múltiples», dice Juan
Carlos Mateos, director del secretariado de la Comisión Episcopal del Clero de la jerarquía católica.
«Tampoco
es desdeñable el número de sacerdotes que vienen de fuera para
acompañar a las distintas comunidades de católicos que, siendo oriundos
de su misma nación, residen en España: sacerdotes
filipinos que atienden a la comunidad filipina, polacos, rumanos,
ucranianos, chinos...», apunta Mateos. Procedentes en su mayor parte de Latinoamérica y África,
su estancia en España suele ser temporal. No es raro, sin embargo, que
algunos fijen su residencia definitiva en nuestro país. La Península ya
no es tierra pródiga en vocaciones. De evangelizadora del mundo, ha
pasado a necesitar clérigos de otras latitudes. Los hay de 70 países distintos. En este reportaje hablan cuatros de ellos, originarios de Portugal, Brasil, Benín y la India.
José Moreira, de 43 años, nació en Argoncilhe, a 25
minutos de Oporto en coche. Este portugués descubrió su vocación a una
edad relativamente tardía. Aunque su madre era una mujer devota, a José
el mundo eclesial siempre le pareció «un rollo». De
hecho, en su pueblo trabajaba desempeñando labores administrativas en
una fábrica de neumáticos, y así hubiera seguido mucho tiempo de no
cruzarse una mujer en su vida. Se da la circunstancia de que fue una
novia quien despertó su curiosidad por los asuntos ultraterrenos a
fuerza de hablarle de Dios. «La acompañaba de vez en cuando a misa y poco a poco hubo cosas que empezaron a llamarme la atención».
Después de pasar por Chile y México por razones de
estudios, terminó la carrera de Teología en España, donde se ha adaptado
bien a la idiosincrasia nacional. «Frente al carácter tranquilo de los
portugueses, el español destaca por su temperamento fuerte, la
espontaneidad y decir las cosas a la cara, lo que me gusta. No obstante,
en el ámbito de la fe, el español tiende a moverse entre el todo y la nada. Hay gente, sobre todo los abuelos, que tienen una fe enorme, lo que contrasta mucho con los nietos, que por lo general no quieren saber nada de la Iglesia».
En la parroquia de Nuestra Señora de las Américas,
en el madrileño barrio de la Piovera, coordina a los miembros de la
Fraternidad Misionera Verbum Dei. En sus tres años y medio en España, se
ha dedicado a acompañar a los enfermos y ancianos que
viven solos, visita dos colegios a la semana para transmitirles la fe a
los más jóvenes y adiestra a los creyentes en los secretos de la
meditación cristiana, una actividad que ignoran muchos católicos. Salvo
algún ataque esporádico de ‘saudade’ y nostalgia por el bacalao de su madre, no echa de menos demasiado Portugal. Más duro y exigente fue su anterior destino, Moscú, donde le impresionó el alcoholismo,
la abundancia de gente sin hogar y el frío. «Allí el invierno, con
nieve y bajas temperaturas de octubre a abril, se hace muy largo. La
verdad es que ya cansaba».
El brasileño Antonio da Silva, de 51 años, está definitivamente arraigado en el paisaje castellano. Natural de Peixe-Boi, en la provincia norteña de Pará, llegó a España hace más de dos décadas, y no parece que vaya a cambiar la adustez de Castilla por
la exuberancia de su tierra natal. «Si te va bien, tampoco hay que
pensar mucho. El trabajo eclesiástico se puede hacer aquí, allí o en
cualquier sitio», dice este miembro de la congregación Misioneros del Verbo Divino.
Ahora se encarga de decir misa en Tudela de Duero y Traspinedo (Valladolid), provincia que conoce en profundidad. No en balde ha sido párroco de Cabezón de Pisuerga y otros pueblos vallisoletanos,
donde se ha encontrado el problema de una población envejecida y una
juventud ajena a las inquietudes espirituales. Como arcipreste, se
encarga de dirigir la acción pastoral de su comunidad; al tiempo se
reúne una vez al mes con el arzobispo de Valladolid, Ricardo Blázquez. Compagina ambas actividades con la asistencia espiritual de una residencia de ancianos. Cada año viaja a Brasil por
espacio de 15 días para visitar a su madre, de 91 años, y sus once
hermanos. No cree que en su país él sea más necesario que en España. «En
Brasil hay otra manera de vivir el apostolado, corresponde adaptarnos a
las realidades de la Iglesia local. No me he planteado volver», asegura
Da Silva, quien no tiene queja de los españoles. «Son gente comunicativa y acogedora, cosa que también procuro hacer yo».
Hervé Boris Da Silva, de 44 años, es un sacerdote nacido en Cotonú, la ciudad más grande de Benín, un país del África occidental que
fue colonia francesa. Da Silva, criado en una familia católica que
rezaba todos los domingos por la tarde el rosario, es un cura diocesano
que vino a España hace cuatro años para estudiar Teología Pastoral.
Tras pasar dos años como vicario en una parroquia de Azuqueca de
Henares (Guadalajara), ahora predica en doce pueblos de la sierra negra
de la provincia alcarreña, así conocida por sus casas de pizarra. Junto a
un compañero dice misa en Majaelrayo, Tamajón y Valverde de los Arroyos,
donde aún es posible congregar a unos cuantos fieles, porque en
invierno la despoblación convierte casi en un desierto los municipios
que quedan bajo su jurisdicción.
A Da Silva le cuesta reconocer que en España ha sufrido algún episodio de racismo a causa de su piel negra.
Aunque al final lo admite, prefiere no aportar detalles y zanjar el
asunto. No le ha costado demasiado adaptarse y agradece que sus feligreses jamás
le afeen sus lagunas en el dominio del español. «Al llegar aquí me
llamó la atención que nadie se saludara en el transporte público, cosa
que en mi país no sucede. Todo el mundo va leyendo o mirando la pantalla de su móvil».
Le duele que Benín esté corroído por la pobreza y la corrupción, a veces bendecida y alentada por Occidente. En lo religioso, su país, de unos nueve millones de almas, es un crisol de creencias donde conviven el catolicismo, el protestantismo, el islam y el vudú.
Pese a las radicales diferencias entre benineses y españoles, Hérve
cree en el sustrato universal que define a todos los hombres: «Al final
todos somos iguales, sabemos reír, llorar y compartir».
Hijo de un empresario de
la construcción y escritor y de una enfermera, Hervé tuvo clara su
vocación cuando, viendo la película de don Camilo, le aguijoneó la
envidia al ver a un sacerdote hablando con Jesús. «La oración es un punto muy importante de mi espiritualidad», confiesa.
Se llama Balashowreddy Jaddu, pero todos le conocen como padre Bala. Nacido en Irvin Village, en el estado de Telangana (La
India), hace 42 años, este sacerdote diocesano lleva en España un
lustro. Vino aquí por la escasez de curas y ahora se encarga de las
iglesias de Torremocha y Torreorgaz (Cáceres), donde
desempeña las «tareas propias de un sacerdote: oficiar misa, rezar el
rosario, administrar los sacramentos, visitar a los enfermos y trabajar
con los jóvenes». La madre Teresa de Calcuta es su modelo y fuente
inspiración. No en balde colabora con una fundación que lleva el nombre
de la monja santa de origen albanés y que procura
atención a niñas indias que han sido abandonadas por sus padres porque
no tenían dinero para pagar su boda.
Criado en el seno de una familia católica, la decisión de vestir sotana fue «lógica y normal, una ilusión que sentí desde pequeño».
Echa de menos la presencia de sus padres, aunque no se siente en patria
ajena. «Los españoles son muy acogedores y colaboradores en general, no
solo en asuntos eclesiásticos». Con todo, se muestra
cauto cuando se le pide que diga qué es lo que no le gusta de los
españoles. Prefiere no desairar a quienes le han ofrecido hospitalidad y se disculpa aduciendo que no lleva el suficiente tiempo afincado aquí como para esgrimir un juicio crítico.
Al margen de las labores puramente pastorales, los trámites burocráticos de las dos parroquias le roban bastante tiempo. Aún así, el padre Bala tiene ideas para salir del letargo. En Torreorgaz,
se encarga de coordinar cada año los ensayos que recrean en Semana
Santa la pasión de Cristo. En esas aplaudidas escenificaciones, los
vecinos del municipio se meten en el papel y hacen de actores improvisados.